DE LO URGENTE A LO IMPORTANTE
Por: Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa

En el ritmo vertiginoso que nos impone la sociedad de consumo, en la que constantemente nos sentimos presionados a atender lo que se nos presenta como urgente, nos queda cada vez menos tiempo para dedicarnos a lo verdaderamente importante. Dicho en otras palabras, corremos el riesgo de confundir lo urgente con lo importante, por lo general en desmedro de éste y, por tanto, de nosotros mismos. Esta crisis de prioridades se agudiza cuando, dejándonos llevar por esa misma sociedad de consumo, consideramos que el poseer es más importante que el ser y, en consecuencia, reducimos al hombre, es decir a nosotros mismos y a los demás, a lo puramente material y nos olvidamos de nuestro origen y destino trascendente. Como si fuéramos el resultado de una simple evolución de la materia y estuviéramos destinados a desintegrarnos y desaparecer para siempre comidos por los gusanos. De esta manera, corriendo en busca de un bienestar material que nunca llega a satisfacerle del todo, o adormecido por el bienestar material alcanzado, el hombre corre el riesgo de, a fin de cuentas, no saber quién es, de dónde viene ni a dónde va. No está demás, entonces, que dediquemos al menos unos minutos a recordar quiénes somos y cuáles son el origen y el sentido de nuestra vida. Descubrir la verdad sobre sí mismo no puede menos que hacer feliz al hombre, sea varón o mujer, joven o anciano.

El Concilio Vaticano II dice que, en Cristo, Dios revela plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación, el real sentido de su existencia (GS, 22). Esto significa que contemplando a Cristo, conociendo a Cristo, el hombre se va conociendo a sí mismo; porque Jesucristo no ha venido a este mundo sólo para revelarnos a Dios, sino que, en la medida en que nos revela quién es Dios, nos revela también quiénes somos nosotros. “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él nos lo ha revelado” dice el evangelista san Juan (Jn 1,18); y el mismo Jesús dice: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). Esta es la experiencia de los apóstoles. En Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, han conocido al mismo Dios y, al conocerlo, han descubierto que Dios es amor y han creído en Él, no sólo han creído en su existencia sino también en su amor…y han permanecido en él (1Jn 4,16). El conocimiento de Dios, revelado en Jesucristo, lleva a la comprensión del hombre y lo guía en su camino en este mundo. Como escribió el Papa Benedicto XVI al inicio de su pontificado: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida” (DCE, 1); y, si se me permite, me gustaría añadir que también así podemos explicar los cristianos la razón más profunda de nuestra permanente alegría.

El hombre “es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma; sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad” (CEC, 356). Ningún ser humano ha comenzado a existir sin la intervención directa de Dios, porque el alma espiritual, que forma parte del ser humano, no es “producida” por los padres sino creada directamente por Dios (CEC, 366). Dios nos ha creado por amor y para el amor. Venimos de Dios y hacia Dios vamos. He ahí nuestro origen y nuestro destino. He ahí también el sentido más profundo de nuestra vida: amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como Cristo nos ha amado. No dejemos que las aparentes urgencias de este mundo nos hagan olvidar esto, que es lo más importante.

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