El espacio público encarcelado
Por: Juan Carlos Rodríguez Farfán

Arequipa tiene una vocación de reja. Que sea de fierro forjado, niquelado, o de tubo, pero reja al fin. No sé cuándo empezó exactamente esta moda o tropismo urbano, pero no remonta a mis recuerdos de infancia. En esa época el Parque Duhamel era abierto, sin rejas, la plaza San Francisco era accesible a cualquier hora, sin rejas, el parque Selva Alegre era un mini paraíso democrático, sin rejas. Las urbanizaciones llamadas residenciales, tampoco exhibían este artefacto que nos remite inevitablemente al universo carcelario. Que una ciudad se amuralle es comprensible. En el medioevo europeo era cosa corriente, igualmente en otras civilizaciones antiguas de oriente o incluso en los predios pre incas. La muralla era un mecanismo de protección contra el invasor extranjero. Pero la reja, versión moderna de la muralla, de la que hablamos está erigida contra el vecino, contra el ciudadano del interior, contra nosotros mismos. Con la reja generalizada en parques, plazas, explanadas, instalaciones deportivas y recreativas, el espacio público resulta una ilusión, una burla. Si a ello sumamos la fascinación por el adorno inútil como parte de nuestra idiosincrasia peruana moderna, nos encontramos frente a situaciones que frisan el absurdo: parques enflorecidos con el trabajo minucioso de jardineros municipales que no sirven para nada, para nadie. Pues enrejados, el acceso es simplemente imposible al común de los mortales. El argumento esgrimido por autoridades y por el vulgo es que sólo así se puede proteger plantas, bancas y piletas del vandalismo reinante. Pero de qué nos sirven bancas sin personas, piletas sin niños o flores que no comparten sus fragancias con otros seres vivos. El citadino de a pie, el que no tiene jardín florido en la casa, ni menos pileta, mira la vida por pantalla interpuesta, mira las flores in vitro, mira el desprecio gratuito. Si en lugar de poner rejas, el gobernante, con la inversión prevista para el nefasto artefacto, arborizara avenidas, bermas, pampas y cerros. Y si luego de aprovechar los espacios disponibles, con un mínimo de salubridad y estética, nos permitiera hacer allí lo que todo ser humano anhela: hablar, reír, cantar, mirar el cielo en pareja, en grupo o a solas, en el libre ejercicio del optimismo o el desencanto; pero rodeado de molles, de eucaliptos, de queñuas, de geranios, azaleas o huarangos. Tú, yo, nosotros, como parte del mundo vegetal, mineral. No al margen, no como un visitante indeseado. El humano como una planta más, como un bicho que puede contribuir a una armonía cósmica. El manejo del espacio público en Arequipa es un escándalo. Las autoridades no han comprendido que este precioso recurso no es un feudo donde se puede hacer o deshacer impunemente. El espacio público es sobre todo el ámbito de la convivencia, del encuentro filial, amical y amoroso; el territorio sagrado de lo íntimo. Un lugar y tiempo donde se pueden ejercer libertad personal y colectiva. En el espacio público surgió la democracia. El contraste de opiniones diversas, el foro que ahora se llama Congreso, se hizo en la calle, en las plazas. Entonces no había rejas que encierren flores ni ideas. Sólo el mediterráneo como panorama infinito, limoneros y olivos como marco. Pero no nos hagamos ilusiones. La reconquista del espacio público es tarea del ciudadano. Si el ciudadano quiere evadirse de la cárcel, primero tiene que desearlo. Una reja, por más labrada que sea, es una reja: esa verticalidad que obstruye el horizonte. La aspiración a la felicidad no es delito. Todos merecemos un cielo y un pétalo eclosionado. Sin barreras ni intermediaciones

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