La cuestión de confianza y su segunda reforma
Por: Carlos Hakansson – El Montonero
En los casi veintinueve años de vigencia de la Constitución de 1993, desde fines de 2015 se comenzaron a discutir las instituciones que conforman las relaciones Ejecutivo-Legislativo en nuestra forma de gobierno (neopresidencialista). Luego de tres periodos democráticos consecutivos, era de esperarse que el contenido de la cuestión de confianza y la validez de su denegación fáctica, los efectos de moción de censura al premier y su gabinete, la incapacidad moral y física permanente del jefe de Estado, hasta cuál tipo de elecciones deberían convocarse tras agotada la plancha presidencial, todas ellas, hayan sido objeto de discusión en círculos académicos, políticos y judiciales. El Tribunal Constitucional tomó posición para algunas interrogantes, pero no estuvo exento de polémica y críticas.
La presencia de la cuestión de confianza en nuestro país data desde la Constitución de 1933 (artículo 167), no era obligatoria para investir a un primer ministro y tuvo un ejercicio irregular, producto de disposiciones transitorias, interrupciones democráticas y reformas constitucionales. La Carta de 1979 también la recoge, sin la obligación para investir al primer ministro. El premier acudía a la Cámara de Diputados con sus ministros, exponía su programa de gobierno y, al final, comenzaba un prolongado debate con todas las bancadas. Sobre su puesta en práctica, el profesor y constituyente, Enrique Chirinos Soto, sostenía que su ejercicio daba lugar a un “debate tedioso que carecía de conclusión”(1), quizá ello fue la razón para que la Constitución de 1993 exigiera al premier plantear cuestión de confianza.
Bajo la Carta de 1993, la cuestión de confianza al presidente del Consejo de Ministros operaba sin mayores contratiempos, siempre y cuando el gobierno contara con mayoría propia o consensuada con otras fuerzas políticas, como ocurrió a inicios del siglo XXI, entre los años 2001 hasta 2016, cuando el partido de gobierno electo en segunda vuelta fue la cuarta fuerza política del Congreso y con notables anticuerpos para producir consensos con las bancadas afines a su plan de gobierno. Los hechos que siguen son conocidos: rechazo de confianza al gabinete, renuncia presidencial aprobada por el Congreso, proclamación del nuevo presidente de la República, polémica interpretación sobre la posibilidad de una denegación fáctica a la cuestión de confianza, el decreto de disolución del Congreso, convocatoria a elecciones complementarias y, casi un año después, el primer rechazo a la investidura del presidente del Consejo de Ministros que avivó los cuestionamientos a la institución para la exigencia de responsabilidad política (artículo 132 CP).
A fines de 2021, el Congreso delimitó los alcances de la cuestión de confianza facultativa para las competencias que son propias del ejecutivo, mediante una ley de desarrollo constitucional que modifica el reglamento parlamentario, con la finalidad de impedir la interferencia e invasión de competencias exclusivas y excluyentes del Congreso. En la actualidad, se ha iniciado el procedimiento para eliminar la cuestión de confianza obligatoria para obtener la investidura parlamentaria al Consejo de Ministros. Las razones del proyecto de reforma son teóricas y políticas: su poca afinidad en un modelo presidencialista, un ejecutivo forzado a lograr la anuencia parlamentaria para investir al primer ministro, la crisis ministerial producida si la confianza planteada se rechaza; de todas ellas, la crítica más sensible fue su desnaturalización por un ejecutivo en minoría parlamentaria, cuando se intentó convertirla en un instrumento de provocación del gobierno con la finalidad de “gatillar” una futura disolución del Congreso (artículo 134 CP). La Comisión de Constitución y Reglamento del Congreso aprobó el proyecto de ley de reforma, quedando pendiente su aprobación por mayoría calificada del pleno en dos legislaturas ordinarias sucesivas (artículo 206 CP).
No exigir al primer ministro plantear una cuestión de confianza tras la exposición de su programa de gobierno, no afectará el balance entre poderes, pero sí distorsiona la lógica interna de nuestra peculiar forma de gobierno. Lo explicamos. Desde un punto de vista teórico, la “investidura al gabinete” produce una relación fiduciaria entre el gabinete y la composición congresal, la cual legitima la posibilidad de invitar, preguntar e interpelar a los ministros; así como también exigir la responsabilidad política a través de una moción de censura o rechazo de la cuestión de confianza (artículo 132 CP); en otras palabras, la relación fiduciaria que se crea con la investidura se debilita o termina quebrando ya sea con los instrumentos de control parlamentario o exigencia de responsabilidad política, respectivamente; sin embargo, desde un punto de vista práctico, a pesar de prescindir de la investidura, como el “papel lo aguanta todo”, las mociones de interpelación y censura a los ministros continuarán a la orden del día por mantenerse reconocidas en el texto constitucional. Finalmente, la latente amenaza del ejecutivo para disolver el Congreso, mediante la desnaturalización del ejercicio de la cuestión de confianza, revela la falta de fair play como ingrediente principal para el funcionamiento de cualquier forma de gobierno.