¡SAQUEN LAS CARPETAS DEL AULA!

Por: Luis Eduardo Daza

Las carpetas son muebles para escuchar, no para aprender. No solo estorban en ese pequeño agujero que es el aula, sino que son un suplicio. Hay que deshacerse de ellas, sobre todo ahora que sufrimos con bichos invisibles que pululan por el aire. Ya pasó su tiempo, dejen que sean objeto de estudio de los arqueólogos, o envíenlas al museo de la santa Inquisición en Lima como un objeto más que produce un extraño dolor, verdaderos símbolos de la inmovilidad, el tedio, la opresión y el temor.

Las carpetas en el aula son los muebles en las que mantienen a los aprendices, generalmente niños y jóvenes, sentados desde las ocho de la mañana hasta las tres treinta de la tarde. Cualquier niño – pre pandemia – es recogido por su movilidad a las seis y media de la mañana, lo pasean por la ciudad, sentado al interior del vehículo, recogiendo otros niños hasta los ocho; luego de lo cual lo depositan en el colegio, donde pasa inmediatamente al aula, y lo mantienen ahí bien sentado ocho horas. Este hecho por sí solo es un verdadero atentado contra su cerebro.

Pero la estupidez continúa. A las tres treinta su movilidad lo recoge del plantel para conducirlo a su hogar: otra hora y media sentado. A las cinco llega a su casa y lo sientan a almorzar, inmediatamente después a sentarse a hacer sus absurdas tareas escolares. Y, finalmente, este pequeño organismo, genéticamente preparado para la acción, lo acuestan.

Este entorno sedentario en la cual se intenta “educar” a los aprendices es un verdadero hándicap contra su fisiología cerebral. Si hace quinientos mil años hubieran existido aulas con CARPETAS, el hombre jamás hubiera descubierto el fuego. Hemos evolucionado porque nuestro entorno nos bombardeaba con retos estimulantes que nos obligaron como especie a hacerle frente con acciones decididas, creativas, eficaces y contundentes. Un hombre sentado, chico o grande, que escucha, jamás aprende, simula que lo hace para satisfacer las expectativas de la generación de adultos de su entorno encargados de su “educación”

Los humanos somos el resultado de nuestro entorno. No nacemos humanos, nos humanizamos si crecemos en un entorno humano. Hace cuatro décadas algunos medios de comunicación dieron cuenta del hallazgo de un par de policías, en Huacho, al norte de Lima, de un niño de ocho años encontrado en un corral de cerdos. A sus ocho años este niño no hablaba, emitía ruidos parecidos a de los cerdos, no caminaba en forma bípeda, se trasladaba en cuatro extremidades, tenía un severísimo retardo mental que lo equiparaba a un animal. Este hecho recuerda la alegoría que cuenta que un aguilucho, de pequeño, fue dejado a un lugareño que lo colocó en el gallinero junto a los pollos. Convertido en adulto, el aguilucho se comportaba como los pollos, nunca alzaba vuelo, vivía a ras del piso picoteando comida de pollo. Nació águila, pero se convirtió en pollo.

El autor de este artículo se pregunta ¿Son las escuelas, las universidades, corral de cerdos, gallinero de pollos? No soy enfático, tal vez porque creo que los humanos desarrollan a medias sus potencialidades, que el entorno que los envuelve no es suficientemente nutricio para convertir sus potenciales latentes en una identidad digna.

El hombre no logra humanizarse plenamente porque su contexto no se articula con las particularidades de su fisiología cerebral y de su psique. Su imaginación nunca alza vuelo, lo tienen de rehén de una silla y una carpeta picoteando datos

La enseñanza de su entorno es una relación humana adversa e irrelevante.

Los exámenes que plantea, no miden nada, son una pistola apuntando a la sien.

A los humanos se los “educa” para responder. En una situación de aprendizaje, si las preguntas no las hacen los aprendices, su educación es una charada, en donde el profesor finge que enseña, y los alumnos simulan que aprenden.

El diseño arquitectónico de planteles y aulas es opresivo, monótono y obsoleto. Estructuras desesperadamente homogéneas en donde se pretende homogeneizar lo heterogéneo: la vastedad de la mente humana. Látigo en mano (exámenes, exigencia) la intentan estandarizar. Y con ese aberrante proceder decretan que tan sabios o tontos son los niños.

Lo único que anhela un ser humano en ese espacio redundante es el recreo. En este pequeño agujero temporal se puede observar quince minutos de auténtica felicidad, luego de lo cual vuelven el miedo y la resignación.

Felizmente, estas condiciones del entorno pueden cambiarse. Los seres humanos, en especial los que están desarrollándose, requieren espacios alegres, profesores simpáticos y sorprendentes, conflictos conceptuales que los hagan pensar, oportunidades para dar y recibir amor, para ser buenos y sabios, entendida la sabiduría como recursos mentales que le permitan encarar eficazmente cualquier problema, no como cúmulo de datos avinagrándose en sus cerebros.

Ya sabemos que debemos derrumbar el viejo edificio que sostiene a la escuela. Pero eso tomará algunos años. Lo que debe desaparecer ya de las aulas son las carpetas, verdaderos símbolos de la opresión, de la inercia y la parálisis. Sueño con que el bicho que nos visita hace un par de años sirva de estímulo a las viejas generaciones para inspirarlos a hacer cambios radicales en la relación de profesores con alumnos. Las aulas sin carpetas se verán más amplias, más ventiladas, inspiraran a moverse, desplazarse, dibujar, a cantar, contar anécdotas, chistes, leer, calcular, resolver problemas, verdaderos problemas, no las tonterías que les formulan en sus exámenes, a hacer representaciones teatrales de los héroes nacionales, a cantar, bailar, declamar “amanezcamos todos desayunados, abracémonos…” del cholo más hermoso del Perú, Vallejo, o cualquier otro poema. Al centro del aula una mesa larga, alrededor banquetas rectangulares para sentarse cuando plazca, no como resultado de un imperativo. Y cuando haya grandes debates o preguntas. Basta ya de certezas o convicciones, que los niños aprendan a dudar. Salir al patio, aprender ahí la raíz cuadrada como respuesta a un problema real que tengan los niños. Ahora más que nunca necesitamos aire y más aire, libertad, mentes amplias educando seres humanos con cerebros dispuestos a recibir riqueza de estímulos. En esto tiempos de pandemia basta ya de los amaestradores, basta ya de la campana, el timbre o el pito. Un aula con pizarras electrónicas, pantallas gigantes, papelotes, tijeras, máquinas de coser, cocina. Y un gran y enorme patio, saltar, correr, vivir.

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