Una historia con máscaras pero sin mascarillas

REGALO DE ENERO

Por Orlando Mazeyra Guillén

Cuando los excesos suelen sacar la peor versión de nosotros mismos.

            —Acá no vas a necesitar esto —te anuncia apenas pones un pie en esa oficina y, con ambas manos, te retira tu mascarilla mientras su jefe observa desconfiado aquella inesperada escena—. No tenemos covid, tranquilo.

            ¿Qué hacías allí con esos extraños? ¿Acaso cuando te llamó para invitarte a su trabajo no notaste que ya estaba muy embalada? Le dijiste que sólo la recogerías y, luego, se irían a otro lado a comer o a tomar un café. Sin embargo, ella te ganó la batalla: había trago por todos lados —vino, cervezas, agua mineral y harto ron—, ninguna distancia social y, por si fuera poco, sonaba una cumbia muy desagradable (que, ¡ay!, parecía gustarles a todos).

Cinthia —linda, coqueta y con una sonrisa que te encandilaba— era un recientísimo regalo de enero: a inicios del año habían tomado un café mientras ambos hablaban de su pasado (de las heridas del pasado, más bien).

—Creo que es la primera vez que salgo con un escritor —te confesó aquella tarde.

—No es nada del otro mundo… además a mí me gusta más hablar de fútbol en estos lugares.

—Yo no sé nada de fútbol.

—No importa, yo te enseño —le dijiste y ella esbozó una sonrisa… esa sonrisa que te enamoraba.

En ese café lucía linda e indefensa. Parecía una mujer tranquila y muy sensible a la que le desasosegaba hablar de la muerte y del dolor.

Te dijo que prefería el café al licor porque este último le caía muy mal. Tú le creíste, candelejón, y ahora la veías convertida en otra Cinthia: desfachatada e impulsiva, llenando tu vaso con vino a cada rato: “¡toma, toma!”, ordenaba muy a sus anchas. ¿En dónde se había extraviado la chica de las confesiones cándidas y del café y el helado de chocolate? No tenías la menor idea, pero te invadieron unas enormes ganas de encontrarla antes del desastre… para salvarla (y salvarte).

            —¿Te puedo contar otro secreto? —te preguntó la tarde que se vieron por primera vez.

            —Claro que sí: todos los secretos que quieras, Cinthia.

            —Me gusta escuchar a Arjona.

            Tú, por un momento, no supiste qué decirle. Se trataba de un placer culposo o algo parecido. Creyó haberte decepcionado. ¡Pamplinas!

            —¿Tan mal suena lo que dije? —te preguntó algo palteada.

            —Yo también escucho a Arjona a veces… ¿Cuál es tu favorita?

            Cinthia te habló de “Pingüinos en la cama” mientras, de pronto, tú recordabas una escena matutina en el club: muchos niños siguiendo las indicaciones de la entrenadora de atletismo y del entrenador de fútbol. Todos con mascarillas saltando vallas y pateando al balón. ¡Qué patético! Sólo podía haber algo peor: que Pedro Castillo empezara a conceder entrevistas para ser triturado en las redes sociales.

            “Ya me puse tres dosis de Pfizer”, recordaste en silencio, “¿para qué?”. Cinthia, tristísima, te hablaba de su ex y de una relación a la distancia que, para variar, terminó fracasando.

            —Parece una mala película —le dijiste.

            —No se lo deseo a nadie.

            —¿Y dónde está él ahora?

            —Nueva York, allí trabaja hace años. La distancia lo malogró todo…

            —¿Te gusta esa ciudad?

            —No, es horrible.

            —¿Por qué?

            —Hay mucha rata y muchos locos…

            —¿Fujimoristas?

            Cinthia rio antes de darle un sorbo a la taza con café e iluminó la tarde con su sonrisa y con sus ojos oscuros. De pronto, querías saber qué hizo durante la cuarentena rígida del 2020.

            —Pinté mucho durante el encierro.

            —¿Cuadros?

            —No, yo soy aficionada nomás. Pinté en las paredes de mi cuarto. Tengo un atrapasueños que me salió muy bien.

            —¿Atrapasueños? —le preguntaste—. ¿Qué es eso?

            No te respondió. Quizá pensó que otra vez bromeabas. Te pidió que le contaras otra historia. Y la escuchó con mucha atención.

            —Tienes un don —te dijo—, me gusta mucho escucharte.

            Le contaste que a tu madre le daba vergüenza ir a comprar cigarrillos a la tienda del barrio. Entonces te mandaba a ti.

            —Trae dos Hamilton y dos Sublimes —te decía. Ese era el premio: un chocolate por ir a conseguir un par de puchos. “¿Para quién son?”, te preguntaba la señora Amanda, una profesora jubilada que odiaba a los animales y sabía hablar quechua. “Para mi papá”, mentías deprisa.

            Llegabas a casa. Tu madre encendía un cigarrillo con un fósforo de la cajita Inti y se iba al jardín a llenarse de humo. No recordabas con claridad en qué año empezó a fumar. Estamos hablando de la década de los ochenta: el gobierno del frenético García, el terrorismo, las colas interminables, la leche Enci, la fallida estatización de la banca y la irrupción de Vargas Llosa como candidato.

            —Lo sigues admirando… a pesar de todo, ¿no? —te preguntó Cinthia a bocajarro.

            Ese era un secreto que no te sentías capaz de develar. Todavía no. “Nos vamos a contagiar todos”, le dijiste cambiando de tema, “al final, Vizcarra tenía razón”.

            —No vivas con miedo —te aconsejó—, no vale la pena…

            Ahora, cae la noche en la oficina donde trabaja Cinthia. Su jefe, cansado de fanfarronear con un revólver que sacó de un cajón de su escritorio y puso al lado de las botellas de licor, se ha ido a recoger a su esposa del trabajo y tardará unos cuarenta minutos. Ella te toma de la mano y te conduce a una habitación oscura en donde hay un pequeño sofá. “Está muy ebria”, piensas, “mañana ni siquiera se acordará de esto”. Cuando se empieza a retirar la ropa tú la detienes y le dices que vaya a descansar a casa. “¿Acaso no te gusto?”, te preguntó. “Sí, y mucho, pero no es el momento”, alegaste.  “No vivas con miedo, no vale la pena”, repitió como en la primera cita y tú, sin mucho tacto, le diste un consejo:

            —No te desperdicies así.

            Ella lo tomó de la peor manera. Se acomodó la ropa y te miró con desdén: “No sabía que eras gay”. Tú pensaste que ella era distinta (por eso deseabas hacer las cosas de la mejor manera, para que todo funcionara). ¿Acaso te equivocaste, idiota? Empiezas a toser y ella pregunta: ¿estás enfermo? “Sí”, le dices, “enfermo de ti”. “En serio”, insiste ella: “no vayas a tener covid, mejor ponte tu mascarilla y vete”.

Dejanos un comentario

Your email address will not be published. Required fields are marked with *.