La política de la Pasión
Por: César Félix Sánchez – El Montonero

No escribiré sobre la pasión de la política, obsesión baja del resentido, para utilizar el término analizado por Max Scheler. Ni tampoco sobre las pasiones políticas que, en ocasiones, oscurecen la razón y llevan a los pueblos a cometer gravísimos errores, como elegir presidente a Pedro Castillo, por citar un ejemplo. Hablaré sobre la política de la Pasión en esta Semana Santa.

Como se verá, es en la Pasión de Cristo donde podemos encontrar muchos de los arquetipos humanos y doctrinales que infestan a la humanidad, especialmente en estos últimos siglos de desbarajuste moral. Meditar sobre la Pasión es quizás la mayor lección de política que puede haber.

En primer lugar, en la Pasión se da la confrontación entre el poder político profano y el poder sobrenatural que viene de lo Alto. El poder político profano tiene dos manifestaciones: una, laicista y relativista, encarnada en Poncio Pilatos y otra, más siniestra aun, la del poder religioso que se profaniza, se vuelve una excusa, un pretexto, un medio, para ejercer poder político, representada por Caifás. Ambas versiones de la politica iuxtapropria principia (es decir, de la política emancipada de la moral) se enfrentan al regnum meum non est de hoc mundo, «mi reino no es de este mundo», de Jesucristo, es decir, a la primacía de lo espiritual.

Veamos primero a Caifás. Es el Sumo Sacerdote, la máxima autoridad de la religión revelada de su tiempo. El padre Castellani, si no me equivoco, rastrea la etimología de Caifás y la acerca a la de Kephas, piedra, que es el nuevo nombre que Cristo otorga a Simón hijo de Jonás, a san Pedro. Y esta semejanza nos enseña que la autoridad religiosa corrupta es como un antimodelo de la autoridad religiosa virtuosa y que una ligera desviación puede convertir a aquel que tiene responsabilidad sobre las almas en una suerte de tirano espiritual, que sacrifica los bienes trascendentes por objetivos profanos.

La forma de ver las cosas de Caifás es muy distinta a la que podría esperarse de un hombre espiritual. Es profundamente carnal. No tiene un odio personal a Cristo. Quizás, a diferencia de muchos otros en el sanedrín, ni siquiera lo envidia. Simplemente es un maquiavélico, un «hombre práctico», con la seudo-astucia que caracteriza a este tipo de individuos: «Vosotros no sabéis nada. Más vale que perezca uno a que muera todo el pueblo». No importa si es inocente y si el proceso que se fabrica en su contra es fraudulento. Lo único que importa es que es el Enemigo. En eso se parece a Perón, que por una tragedia histórica reciente parece haberse constituido en una suerte de padre de la Iglesia y modelo de acción para muchos: «A mis amigos, todo; a mis enemigos, ni la justicia». Lo cierto es que, al final, y a pesar de los cálculos políticos maquiavélicos del Sumo Sacerdote, Jerusalén acabaría siendo de todas formas arrasada, el Templo destruido y el pueblo dispersado. Como ocurre siempre con la astucia maquiavélica, parece más bien que atrae lo que se busca evitar.

En el otro lado tenemos a Pilato. Tampoco parece ser un monstruo sicopático. Al contrario, más bien tiene cierta buena voluntad hacia Jesús. Recordemos que el diálogo entre Pilatos y Jesús, tan profundo y significativo, termina con una pregunta sin respuesta hecha por el gobernador romano: Quid est veritas? «¿Qué es la verdad?».

En este punto, resulta interesante citar a Hans Kelsen, el jurista austríaco, quien en La democracia, pone a Pilato como modelo del gobernante liberal-democrático: «Y puesto que él, el escéptico relativista, no sabía qué era la verdad, la absoluta verdad en que este hombre [Jesús] creía, se confió en perfecta coherencia al proceso democrático pasando la decisión del caso al voto popular (….). Para los que creen en el Hijo de Dios y en el rey de los judíos como testimonio de la absoluta verdad este plebiscito es ciertamente un fuerte argumento contra la democracia. Y este argumento, nosotros, científicos políticos, tenemos que aceptarlo».

Probablemente Pilato en su fuero interno, en su «vida privada», como se dice ahora, creía que Cristo era un justo inocente. Incluso su esposa, símbolo para los clásicos del oikós, del hogar, parecía ser su partidaria. Pero, en la «esfera pública», se debía a los procedimientos establecidos y a la voluntad popular, no importa si embrutecida. No podía imponer sus creencias personales a los demás ni dejar que guíen su acción política.

Cristo, por su parte, continúa con su línea de acción, a pesar de la farsa judicial y de las torturas. Proclama la verdad y hace el bien, perdonando. Dice: «mi Reino no es de este mundo». Esto no quiere decir que su Reino no esté en el mundo, sino que no tiene su origen en este mundo. Como dice el Concilio de Trento, el Reino de Dios es la Iglesia. Y como dice Bossuet: «la Iglesia es Cristo multiplicado y repartido». La Buena Nueva del Reino de Dios es que la gracia que reconstruye la amistad de Dios se puede encontrar en los sacramentos establecidos por Cristo. No en la política. Lo que no quiere decir que la política, como las demás realidades humanas, no deba estar al servicio de lo espiritual.

La política de Caifás y de Pilatos, separada del orden moral y del orden trascendente, no trae paz. Todo lo contrario. Prepara el camino para el dominio de la política por sobre todo orden moral y religioso, prepara el camino para la divinización de lo político, con el Estado como dios-en-la-historia, en palabras de Hegel. Cristo lo vio perfectamente y en sus últimas confrontaciones con su pueblo, lo predijo: «Vine en el nombre de mi Padre y no me recibisteis. Otro vendrá en su propio nombre y a él sí lo recibiréis». Aunque el cumplimiento pleno de esa profecía todavía no ha ocurrido, su cumplimiento inmediato se verificó alrededor del año 132 después de Cristo, bajo el imperio de Adriano, en que los judíos volvieron a tomar las armas y su líder político-militar, Simón Bar Kochba, fue reconocido como mesías por los rabinos. Desechar el mesianismo espiritual no significa adoptar una neutralidad imposible, sino abrir el camino al mesianismo político, que es la raíz de todos los totalitarismos.

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