El lenguaje en extrema pobreza
Por: Juan Carlos Rodríguez Farfán

“El que habla mal, piensa mal” decía mi madre cuando escuchaba ciertos despropósitos en una radio local. Durante mucho tiempo me pareció exagerada la expresión. Será la nostalgia de los usos antiguos del “buen hablar” pensaba entonces, con relación a su contundente expresión. Con el tiempo debo aceptar que tenía absoluta razón. La pérdida de calidad en la expresión se ha agudizado, no solamente en la radio, en la televisión, en la prensa escrita, en la calle ¿Pero qué ha pasado? ¿Por qué la gente del común, los profesionales, los políticos hablan cada vez peor? Según las estadísticas, los niveles de educación han mejorado en el Perú, el porcentaje de analfabetismo ha disminuido. Más aún las nuevas tecnologías (computadoras, teléfonos celulares, redes sociales) centradas en la comunicación debieron haber mejorado la calidad de la palabra proferida. Nos pasamos la vida enviando o recibiendo mensajes y sin embargo, la pobreza de la expresión es creciente. Y no solamente es un asunto de gramática defectuosa o de sintaxis precaria. Es un asunto de pertinencia, de belleza de expresión, de vocabulario, de espíritu. Cultivar el lenguaje ha dejado de ser una preocupación personal y colectiva. En el Perú se habla mal. La búsqueda desenfrenada del “progreso material” está construyendo una mentalidad pragmática y elemental. Lo que cuenta ya no son las sutilezas del subjuntivo o del pasado simple, mucho menos de la elipsis y de la metáfora. Lo que cuenta es la cifra y el léxico que la respalda. El vocabulario del hombre moderno es el de un vulgar contador. Ya ni siquiera nos escandaliza que políticos con responsabilidades regionales o nacionales se expresen con un vocabulario de cincuenta míseras palabras. Sus exposiciones se resumen a muletillas atroces y barbarismos que delatan pereza de pensamiento, estrechez de proyecto y ausencia de lectura. ¿Cómo es posible que nos resignemos a estropear un aspecto tan decisivo en nuestra evolución como es el lenguaje? En un país donde la tradición poética ha generado cimas en la palabra y la sensibilidad como Martín Adán, Alberto Hidalgo, Jorge Eduardo Eielson, José Watanabe, entre otros, escuchamos, leemos, en interminables días a políticos, periodistas y gentes del común que inmisericordemente estropean el tesoro que nos constituye en nación, el tesoro que nos edifica en humanidad. La pobreza en la expresión verbal se explica en parte por la omnipresencia actual de la imagen. Si bien se ha instaurado la tiranía del publicista, extraña profesión que no se detiene frente a ningún tabú con tal de fabricar humo y dinero, creo que el drama de nuestra época está signado por otros factores. Inconscientemente sabemos que vivimos nuestro ocaso como modelo, como civilización. La híper comunicación actual es una fuga hacia adelante, es una manera de precipitar nuestra caída. Hablamos cifras, hablamos eslóganes, hablamos odio, que es la otra cara del miedo. Hablamos en memes, en stickers, hablamos en gif, hablamos en textos pre-grabados, pre-corregidos. Pero no hablamos con el corazón. Por eso hablamos mal, por eso pensamos mal. Sin embargo, no todo está perdido. El antídoto para una sociedad enferma de su propia imagen (engañosa como el reflejo del remanso/espejo de Narciso) sigue siendo el libro. En este objeto se halla nuestra posibilidad de redención. Ciencia, filosofía, literatura, arte, historia y cuanto saber hemos podido acumular a lo largo de milenios, nos aguardan pacientes. El libro y su lectura nos transforman. El libro nos hace vivir personalmente miles de existencias. El libro nos propone claves secretas para ser mejores, quien sabe más críticos, quien sabe más rebeldes, quien sabe más tolerantes, quien sabe más vitales. Sensibles a nuestra tragedia personal como a la alegría simple del chiguanco, o a la discreción del tigre blanco de la taiga. Si se habla mal porque se piensa mal, no es tampoco una fatalidad. No nos privemos del regocijo y la elevación que procura el lenguaje bello. No obstruyamos nuestra natural aspiración al conocimiento, a la búsqueda permanente de lo sublime. El libro es nuestro baluarte y el infinito que reclaman nuestras alas.

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