Las verdaderas intenciones
Por: Christian Capuñay Reátegui

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Tanto en la pasada campaña electoral como en el ejercicio de la Presidencia, Pedro Castillo planteó efectuar cambios a la Constitución de 1993. La finalidad, según declaró, era lograr que el país cuente con un pacto social más equitativo, inclusivo y que garantice los derechos de todos los sectores por igual.

La iniciativa le atrajo más enemigos en los sectores que consideran a dicha carta política el marco general responsable del crecimiento del Perú en las décadas anteriores

Tal posición se tornó más acentuada cuando el Ejecutivo presentó al Congreso el proyecto de ley que proponía convocar a un referéndum para que la población dijera si estaba de acuerdo o no con una Asamblea Constituyente.

Para los representantes de tal sector, modificar la Constitución haría retroceder décadas al país, una afirmación cuestionable, pero al fin de cuentas debatible.

Y es que el rechazo a determinada propuesta política es una opción válida y debería respetarse si responde a principios. Por el contrario, podemos poner en tela de juicio sus motivaciones si se emiten señales de que son la expresión de una postura arbitraria expresada sin mayor fin que el de preservar un modelo cuya eficiencia en generar progreso para todos está siendo objeto de fuerte crítica en América Latina.

Si estos sectores tienen la certeza de que un cambio constitucional sería negativo para los intereses del país, ¿por qué no se han manifestado en contra de los proyectos aprobados por la Comisión de Constitución del Parlamento que modifican 53 artículos de la Carta de 1993? 53 de un total de 206, es decir, una alteración en el 25% propuesto por un grupo acotado de legisladores cuya representatividad genera más dudas que certezas.

En ese contexto, cómo entender que este grupo parlamentario rechace el proyecto del Ejecutivo para el mencionado referéndum, y pocos días después apruebe alterar 53 artículos de un texto que supuestamente estaba escrito en piedra.

¿Será que en realidad no se oponen a una variación de la Constitución sino, más bien, a quién la lleva a cabo? O quizá consideren que todo cambio -incluso aquellos que aumentan el poder del Congreso otorgándole, por ejemplo, facultad para acusar a los titulares de los organismos electorales- no debe preocupar siempre y cuando sea funcional a determinados intereses y sí y solo sí no se mueva el capítulo económico. De ser así, como parece que lo es, no estaríamos ante una posición principista y responsable.

Un cambio en la Constitución debería ser resultado de debates amplios en el que todos actúen con transparencia. Parece una obviedad, pero vale la pena recalcarlo dados los últimos acontecimientos. Y ello es deseable de modo que el resultado sea fruto del consenso y no acentúe las divisiones ya bastante marcadas entre los bandos políticos.

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