Política empobrecida
Por: Christian Capuñay Reátegui
En el Perú casi no existe un debate en torno a grandes ideas ni una discusión profunda sobre hacia dónde debemos avanzar como nación o qué modelo de desarrollo tendríamos que adoptar de acuerdo con nuestras características y necesidades. Los espacios donde podía llevarse a cabo una deliberación de tal importancia están cada vez más encapsulados en entornos digitales sin alcance masivo.
En las sociedades con una ordenación política institucionalizada, los partidos se constituyen en actores protagónicos en esa polémica. En la nuestra, aquellos han abandonado la función de ser centros de reflexión sobre la realidad nacional y de arquitectos de plataformas programáticas que acometan los principales problemas del país.
Con escasas excepciones, la mayoría son franquicias cuyos propietarios buscan aprovechar la exposición pública para tentar poder o influencia. Comparados con sistemas consolidados, los partidos peruanos son sombras sin sustento doctrinario que revista de coherencia a su discurso.
Incluso aquellos que surgieron históricamente con una sólida base ideológica y raigambre social, con el transcurso de los años no pudieron evitar convertirse en organizaciones dependientes del carisma de su líder. Las dirigencias no pudieron evitar el proceso de debilitamiento y decadencia derivado del retiro o la desaparición física del caudillo.
El debate político está judicializado. La discusión se enfoca en los presuntos delitos perpetrados por las autoridades. Nuestros representantes creen estar haciendo alta política cuando concentran su labor en acorralar al adversario. La búsqueda de acuerdos, especialmente con los opuestos en aras del bien común, no figura en su agenda inmediata ni de mediano o largo plazo.
Los grandes medios de comunicación actúan como transmisores de esta política empobrecida. Aquellos de alcance masivo, la mayoría pertenecientes a un solo grupo empresarial, compiten por exponer el caso de corrupción más escandaloso y en época electoral apoyan sin ambigüedades a la propuesta que se acerque más a sus intereses, como quedó probado en los comicios del año pasado.
En este escenario no debe extrañar que la política se vaya degradando y que concite un rechazo cada vez más manifiesto de los ciudadanos cuyo hartazgo puede expresarse en apoyo a posturas consideradas radicales o antisistema, un fenómeno que ya hemos experimentado y que podría convertirse dentro de poco en una real amenaza para nuestra democracia si es que no hay una toma de conciencia al respecto y si quienes deben asumir la responsabilidad de plantear un real debate político la rehuyen por incapacidad o, lo que es peor, por conveniencia.