La naturaleza jurídico-política de la Carta Democrática Interamericana
Por: Miguel A. Rodríguez Mackay – (Ex canciller de la república)

El Consejo Permanente de la Organización de los Estados Americanos ( OEA), que es la reunión en Washington D.C. de los representantes político-diplomáticos de los 35 Estados miembros de la OEA, acaba de aprobar la visita al Perú de un Grupo de Alto Nivel para realizar una auscultación in loco o de campo de la situación política en el país. Esto ha sucedido luego de que el gobierno del Perú solicitara formalmente la asistencia (Art. 17 de la CDI) de la organización –no es organismo dado que la OEA es un sujeto del derecho internacional que no depende de ninguna otra entidad internacional o supranacional teniendo vida propia–, al considerar que existe un riesgo en su proceso político democrático que incluso pondría en peligro el ejercicio del poder. Por ello es conveniente efectuar una valoración jurídico-política de la referida Carta.

Debo comenzar, entonces, por una negación. Es decir, señalando que la Carta Democrática Interamericana –en adelante CDI–, no es un tratado. Contrario sensu, los instrumentos jurídicos que sí lo son están constitutivamente dominados por el cumplimiento de un acuerdo entre las partes e investidos del característico principio del pacta sunt servanda que gobierna en la doctrina del derecho de los tratados y que se traduce en el “fiel cumplimiento de la palabra empeñada”. No cabe la menor duda de que hallándose la CDI ligada a la Carta de la Organización de los Estados Americanos que, en cambio, sí es un tratado.

Centremos con precisión que su carácter es esencialmente de naturaleza política y con consecuencias abrumadoramente políticas por donde se lo mire. De hecho, por ejemplo, el referido Grupo de Alto Nivel que llegará a Lima también es totalmente político, por lo que no se vaya a creer que sus miembros están ungidos de algún tipo de poder de jurisdicción o de competencia o que tengan calidades de comisarios, veedores u observadores y mucho menos que cuenten prerrogativas coactivas, coercitivas o de carácter imperial. Esto último es importante tenerlo muy presente para que no los confunda como si fueran magistrados miembros de una instancia judicial supranacional.

Aunque es verdad que la CDI no es un tratado y carece de sus bondades, no debemos soslayar o desconocer que la CDI tenga alguna connotación en el marco del derecho internacional y específicamente en el derecho internacional americano. De allí que, por más que realmente sea mera, jurídicamente, tampoco es que sea irrelevante.

La razón central por la cual la CDI no es un tratado y la Carta de la OEA, en cambio sí, no será difícil explicarla. En efecto, la CDI existe porque fue aprobada por una resolución, la AG/RES. 1 (XXVIII-E/01), durante el Vigésimo Octavo Período Extraordinario de Sesiones de la Asamblea General de la OEA celebrado en Lima, el 11 de setiembre de 2001, el mismo día del atentado terrorista de Al Qaeda a las Torres Gemelas de Nueva York y otros puntos en los Estados Unidos de América.

Por tanto, siendo una resolución emanada de un foro político –la OEA es el más antiguo del mundo–, su connotación es fundamentalmente declarativa. Aunque es verdad que las resoluciones son aprobadas por acuerdos sean de unanimidad, mayoría, consenso, etc., dichos acuerdos no tienen per se insertada una ratio de obligación de cumplimiento que suponga al firmante la condición de Estado parte o Estado signatario como sucede en el mundo del derecho de los tratados.

Ahora bien, conviene en esta parte explicar que el carácter político internacional que domina en general el origen de las resoluciones en el sistema supranacional derivado de los diversos foros políticos que existen en el planeta como la ONU, OEA, etc., más bien confirma la naturaleza anárquica del derecho internacional. Dicha anarquía no debe entenderse como desorden, como muchos creen en el derecho interno de los Estados, sino, en cambio, como la ausencia de una autoridad central, lo que hace que en el mundo del derecho internacional las relaciones jurídicas entre todos los sujetos que intervienen e interactúan, sean de naturaleza horizontal pues ninguno se superpone a los otros, hallándose todos a salvaguarda en la misma raya por la denominada igualdad jurídica de los Estados y la de éstos con los demás sujetos del derecho internacional entre los que se encuentra por supuesto a las organizaciones internacionales como la OEA.

Siendo, entonces, por naturaleza relaciones horizontales y siendo, además, que las organizaciones internacionales como la OEA han sido creadas por los propios Estados, es fácil deducir que tanto las resoluciones de la OEA o de cualquier otra organización internacional -salvo las que aprueba el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas-, y el sonadísimo Grupo de Alto Nivel recientemente nombrado por su Consejo Permanente, carecen de poderes jurídicos y mucho menos imperativos.

Por esa razón no debe creerse que una vez en suelo peruano los visitantes sacarán el látigo llamando a los peruanos y a sus autoridades a formar en fila y dar cuenta como cuando los fieles se alistan para ingresar en el confesionario y luego de exponer sus cuitas al consagrado, merecerán las indulgencias que pudiera decidir dicho Grupo de Alto Nivel. Nada de eso pasará porque nada exógeno al Estado es superior a su soberanía, el mayor carácter intrínseco que únicamente cuentan los Estados, el histórico legado de la Paz de Westfalia de 1648 que puso fin a la Guerra de los Treinta Años en Europa a la sociedad internacional moderna y contemporánea.

La Carta de la OEA, a diferencia de la CDI, sí es un tratado pues es el acuerdo de los 35 países del continente que por dicha Carta le dan vida jurídica internacional a la misma organización convirtiéndola en sujeto del derecho internacional, es decir, con capacidad jurídica y responsabilidad. Su naturaleza constitutiva de tratado se deriva por haber sido aprobada internamente por cada Estado que se constituye en parte del instrumento. Luego, también en el fuero del derecho interno, necesariamente debe ser ratificada de acuerdo con los procedimientos propios del derecho nacional de cada país y de conformidad con las reglas establecidas en la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969.

Esto último es lo que precisamente no ha pasado con la CDI como hemos visto líneas arriba y que no haya sido así no la invalida ni le resta relevancia para los propósitos por los cuales fue creada, es decir, velar por el fortalecimiento democrático y la vigencia del estado de derecho en las naciones del continente y actuando de manera preventiva a partir, primero de los riesgos que pudieran surgir a la gobernabilidad en cada Estado miembro de la OEA, o en caso extremis, segundo, ante el quebrantamiento o interrupción del orden democrático y constitucional por un golpe de Estado, lo que se traduce como ruptura o quebrantamiento del orden democrático en un país.

No siendo la CDI un tratado ha servido como única razón de peso para quienes no la consideran un instrumento jurídico y mucho menos de alcance vinculante. Que no tenga la CDI las connotaciones jurídicas que se traduzcan en responsabilidad, no la hacen menos instrumento declarativo en el mismo objetivo del derecho que es coadyuvar a la vigencia del sistema democrático en los Estados miembros de la OEA. No elucubremos sobre la CDI. No es jurídica y sí es política. Una decisión extremis de suspender al Perú de la OEA no será una decisión jurídica sino política dado que una suspensión de un Estado no debe entenderse como una sanción sino como una medida extraordinariamente política.

El asunto que no estamos calculando es que siendo política una suspensión del Estado peruano del mayor foro político del continente sus consecuencias podrían ser devastadoras para los intereses nacionales que deben traducirse en todos los órdenes de cuestiones que significa nuestra calidad de Estado miembro de la comunidad hemisférica y mundial, donde sobresale sin que podamos eludir, los de carácter económico. Por eso activar la Carta Democrática Interamericana es un asunto muy delicado que debe hacerse con razones realmente sostenibles que en ningún caso debe tener un componente de cálculo político y mucho menos con contenido altamente ideologizado.

Finalmente, aunque no es mi propósito en esta columna realizar un desarrollo hermenéutico de la carta peruana dirigida al secretario general de la OEA para la activación de la CDI, no puedo sustraerme de referir que dicha carta (11 páginas) remitida el pasado 12 de octubre de 2022, ha invocado los artículos 17° y 18° del instrumento declarativo y eso ha sido un error de forma y de fondo del tamaño del Himalaya que le ha restado estrategia política a los objetivos que pudiera pretender el Ejecutivo desnudando el pobre fuste jurídico del colegiado que lo suscribe, es decir, mi predecesor, el constitucionalista César Landa.

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