Basadre: la historia y la ética (1)
Por: Juan C. Valdivia Cano. – El Montonero
«Evoluciono recordando, para no tropezar» – Alfredo Bryce Echenique
Uno de los motivos por los que la vida y obra de Jorge Basadre Grohmann son muy importantes también desde el punto de vista ético, es porque se trata de uno de los peruanos más sensatos y lúcidos que ha dado el Perú republicano. Su conducta personal, su vivencia, su experiencia, su posición frente al mundo y los otros, su ethos, no sólo son dignos de estudio, también son una manera genial y divertida de entendernos y salvarnos como peruanos, aunque sea individualmente por ahora. Porque la ética significa, aquí, buena salud individual o social. Y salud no sólo como carencia de enfermedad sino mucho más que eso. Se expresa en una fructífera correspondencia entre conducta, visión de la vida, ética e historia, que en Basadre no estaba desligada de una estética, una política, una filosofía, etc., sino unimismada con ellas en su gran espíritu.
En este ensayo esquemático me ocupo de algunos rasgos que creo ver en esa supuesta ética basadreana. He dejado de lado, en este ensayo, las legítimas discusiones sobre el origen, fundamento y sentidos de la palabra ética (y de la palabra moral asociada a ella). Y como se trata de un historiador, debo empezar expresando mi propio punto de vista sobre la historia, el sentido del estudio de la historia, etc., primero. Y su relación con la ética en sentido basadreano, después.
La historia
¿Qué es historia? Jamás me lo pregunté en el colegio. Y nadie nos hizo leer a Basadre, ni en primaria ni en secundaria, ni en la universidad. Cuando en retrospectiva veo que al cursar el primero de secundaria recibía la primera noción de historia, la tomé por única y verdadera, es decir, absoluta. Así, toda pregunta, toda sospecha, toda duda sobraban. Y apostaría que ninguno de mis compañeros tampoco se hizo esa interrogante. En lugar de ello, todavía recuerdo la definición de historia que el profesor respectivo nos obligó a memorizar desde el primer día de clase: «La ciencia social que estudia los hechos sociales más importantes ocurridos en la vida de los pueblos, desde la invención de la escritura hasta los tiempos actuales», sin dar ninguna explicación, ni aclaración. ¿La historia es una ciencia? ¿Cómo así?
De esto se trataba: de memorizar, de repetir una definición ya hecha, ya elaborada (¿por el profesor?). No de preguntar, no de cuestionar y menos de sospechar o dudar. Y sin embargo la educación moderna (no dogmática, no autoritaria, no mecánica, no formalista, no memorística o repetitiva) sólo empieza cuando el profesor deja de traer a clase las respuestas hechas o los problemas planteados, y hace lo posible para que los alumnos mismos aprendan a plantearlos por su cuenta y lleguen a incomodar, a molestar con preguntas, cuestionamientos o problemas. Por ejemplo: ¿sirve para algo el curso de historia en la escuela?, ¿qué es historia?, ¿hay una sola definición posible de historia?, etc. Y no importa si hay o no respuesta inmediata.
Fue años después, ya fuera de la universidad, gracias a olvidados personajes (Marx, Gramsci, Lukacs), que comencé a sospechar que lo que implícitamente se me había dado como única noción de historia, en ese lejano primero de secundaria, era sólo una entre varias definiciones posibles: la historia en sentido académico, la historia como exclusivo conocimiento del pasado, como materia del currículo escolar o universitario, una “ciencia social” que indaga por hechos pretéritos, etc.
Pero también se concibe la historia como conciencia del presente, o mejor, como autoconciencia, como conocimiento de uno mismo (comunidad o individuo), como interpretación de la propia realidad desde una inevitable y saludable perspectiva determinada y determinable. Esto no se toma en cuenta en la noción escolar: la pluralidad y diferencia de perspectivas y la inevitable presencia del sujeto en el objeto histórico que lo complica todo.
La batalla de Angamos, el día de la Independencia, el descubrimiento de América, la Conquista, etc., ¿para qué conocer esos hechos del pasado si ya pasaron? Respuesta: porque no pasaron justamente, porque están en nosotros, presentes, vivos y actuantes. Más actuantes, más presentes y más vivos mientras más los ignoramos, negamos o rechazamos. Hay extranjeros que opinan sobre los peruanos que (por simpatía, cariño o interés por el Perú) nos conocen mejor que nosotros mismos: en un país donde muchos no leen o si leen no entienden lo que leen, eso podrá ser escandaloso, pero no falso; al revés, es lógico que así sea.
Hace algunos años, en un artículo periodístico, un congresista despotricaba (¿cómo no?), contra Francisco Pizarro. Pedía su cabeza (¿cuándo no?) o la de la estatua en la plaza de armas de Lima, que un alcalde ignaro hizo retirar luego. En todo caso, no ocultaba su poca simpatía a nuestro primer gobernador, conquistador y fundador del Perú. Odio que sería inaudito e incomprensible teniendo en cuenta que, el difamado extremeño, está bien muerto hace cerca de quinientos años. Sin embargo ese rechazo a Pizarro es común entre peruanos. ¿Qué diría el doctor Freud? ¿Por qué tanta repugnancia a un personaje desaparecido hace tantísimo tiempo? Porque está vivo en el espíritu de dicho congresista y del alcalde, como en el de cualquiera de nosotros. «Todos somos Pizarro», decía despectivamente Pablo Macera. «Todos somos Pizarro» también se puede decir orgullosamente. Depende del valor con que se estime. Pero que Pizarro es la cabeza del tótem, no lo puede negar nadie. Para bien o para mal, nos guste o no, somos hispanos y, en ese sentido, también somos Pizarro. Pero pertenecer a esa gran cultura que es la hispánica no es nada despreciable. El problema es de identidad (negada). No nos reconocemos, o no nos reconocemos claramente, como occidentales, aunque geográficamente mestizos y andinos. Pero ni la raza ni la geografía determinan la cultura. La cultura es espíritu, lengua, religión o moral, estructura de pensamiento, valores y derecho. El problema es a qué período histórico occidental pertenecemos dentro de las coordenadas de esta cultura, no si somos o no occidentales.
Seguramente aún no somos de esos países a los cuales se les puede llamar «países modernos» o «desarrollados». No hemos salido de una cierta pre modernidad que, en parte, también caracterizaba a los conquistadores y colonizadores, lo que Jorge Basadre reconoce sin empacho. Pero en otro sentido (el del sentido de individualidad que se desarrolla a partir del Renacimiento), los conquistadores ya eran primeros modernos. De ahí se dice que andaban a caballo entre dos épocas, la media y la moderna: hombres del Renacimiento.
Descubrimiento y Conquista fueron la primera empresa capitalista de América pero Somos virtualmente y podemos ser actualmente Pizarro también por sus virtudes, que las tenía bien nítidas y ejercitadas, aunque el peruano mayoritario no las vea ni las quiera ver. Eso sí virtud quiere decir poder, energía, como creían los antiguos. Y no bonhomía, o sentimentalismo compasivo, o bondad. Pizarro y toda la raza de conquistadores y fundadores está llena de virtudes: no en el sentido de bueno, sino de fuerte, resistente y «duro consigo mismo». Etimológicamente: noble es vir-tuoso. Vir, es fuerza o potencia. Sólo hay que hacerlo consciente, sólo hay que aceptarlo. La historia es conciencia de lo que somos hoy, conciencia del presente, búsqueda de su sentido a través de los eventos, signos o síntomas, documentos, monumentos y demás huellas del pasado que, por sí solos, nos dicen poco o nada si no los hacemos hablar nosotros. Se interpreta siempre la historia, el pasado no se puede examinar directamente. Eso enseñó también Basadre: el historiador no describe, crea sentido.
Lo sabía también su amigo Mariátegui o Mariano Ibérico. El mundo es, «voluntad y representación». Sin sujeto no hay objeto histórico ni científico, aunque el sujeto sea dudoso como el «yo». La historia es en parte una especie de psicoanálisis generalizado y no sólo un ejercicio académico puramente nemotécnico o puramente descriptivo y neutral. Nadie es neutral. Se examina y diagnostica objetivamente para curar, pero se opina e interpreta desde un inevitable punto de vista. Asunto de salud en todo caso: tema de la ética moderna. Fue Kant, contemporáneo de la Revolución Francesa, quien por primera vez «hizo historia» moderna al reflexionar sobre el sentido de ese gran acontecimiento mundial en el mismo instante en que ocurrían los hechos, de acuerdo con Michel Foucault («¿Qué es el Iluminismo?»). La historia como conocimiento del presente a través del pasado, del espacio y del tiempo pasado cuyo resultado somos nosotros hoy y aquí; pasado sin el cual somos más o menos irreconocibles. Sólo el hombre tiene historia y no naturaleza (hecha de una vez y para siempre). Sólo el hombre es producto de su espacio y de su tiempo y está impregnado por ellos. Para ser más exactos, el hombre no “es” sino que está haciéndose a cada paso. Y por eso necesita rememorar, reconstruir, reinventar el pasado para conocerse y ser libre, para proyectarse creativamente hacia el futuro.
Porque ser libre significa, entre otras nociones de libertad, “conocimiento de la necesidad”. Y la primera necesidad del hombre es, precisamente, la de conocerse a sí mismo examinando su pasado. “Para no tropezar.”
La ética
Trataremos de ser más específicos al referirnos a la ética con respecto a Basadre. Para eso intentamos describir algunos de sus rasgos particulares. Ya mencionamos la armonía entre la vida y la obra, que queremos mostrar de manera implícita o explícitamente a lo largo de este ensayo. Hay que entender dicha ética como la adopción autónoma de unos principios, se trate de una conducta humana individual o colectiva, (los colectivos también son personas para Basadre: por ejemplo, Arequipa es un «caudillo colectivo»). En una de las últimas entrevistas que le hicieron, esa ética se manifiesta expresamente: «A la larga, lo que importa, en la vida y en la obra, es ser uno leal consigo mismo, proceder de acuerdo con el fondo insobornable que todos llevamos dentro. Este es un principio fundamental y sin él, ¿de qué vale todo lo demás?» Esta visión corresponde a un ser que se examina a sí mismo en primera instancia. La lealtad es con uno mismo. E insistiendo más adelante en la misma idea, Basadre agrega: «La única defensa que debemos tener frente a todas las amenazas y peligros es no derrumbar la lealtad. Pero la lealtad del hombre consigo mismo. Y saber defender su propia dignidad». Creemos que ésta es la esencia de una ética en sentido moderno, y es también, sin contradicción, la ética del ilustre e ilustrado historiador, que en su noble perfil no es incompatible con la política o la ética socialista. En resumen, para Basadre se trata de “lealtad con uno mismo” y “sentido de la dignidad”. Y no hay dignidad sin conciencia y libertad. Un ser digno es aquel capaz de decidir su propio destino, por propia lealtad.
Es el caso de un humano extrañamente maduro e inteligente que concilia perfectamente su interés personal con el interés colectivo. Basadre está fundido con el Perú, con su tierra y con su historia. En él lo más personal es también social, lo más social es personalísimo. Eso es más claro en la ancianidad cuando sabe con certeza que no verá la tierra prometida, el Perú que desea, a Basadre le apena de verdad porque le duele personalmente el Perú, todo el Perú, el Perú completo. Sabe que «la promesa peruana» no será cumplida mientras viva. «Con la Independencia, la promesa fue de libertad, de igualdad, de bienestar colectivo», decía él. Esa promesa que incluye desarrollo, democracia, modernidad integral, de la que afirmaba Basadre: «no se ha cumplido todavía». «Esta República decimonónica tropieza con innumerables escollos», decía a fines del siglo pasado.
¿Por qué república decimonónica? Porque no salimos del inestable siglo XIX (autoritarismo, corrupción y desorden) y no derrotamos al subdesarrollo. ¿Por qué no se ha cumplido «la promesa de la vida peruana»? Una razón general, un «escollo» principal, es que, como dice Octavio Paz, hablando especialmente de México y Perú; con la Independencia se pretendió una doble ruptura: con España (ruptura política) y con el pasado pre moderno que ella representaba en ese momento (ruptura cultural), el afán de modernización. Las pequeñas elites ilustradas apostaron por la modernidad político jurídica; pero las sociedades seguían tal como fueron antes de la Independencia. La negación de nuestra obvia raíz hispánica hizo que en cierta manera nos quedáramos sin pasado, auto aislados – una vez más- en eso que termina creyéndose nuestra única y verdadera raíz, la andina: «el falso nosotros» (Fernando de Trazegnies); sin la otra mitad de la identidad por así decirlo, negando otras identidades que enriquecieron al Perú después. Hispanos negando su hispanidad. Ejemplo principal: el indigenismo como ideología.
Pensamos tal vez que al emanciparnos políticamente de España superaríamos el pasado español. Creyendo que se puede superar el pasado con sólo quererlo, con sólo negarlo, sin conocerlo y reconocerlo. No reparamos, quizá, en que el pasado – la herencia hispánica – estaba desde la Conquista en nosotros mismos y para siempre. Para bien y para mal. Al romper políticamente con la metrópoli se creyó necesario romper con la hispanidad, dejar de ser hispanos, dejar de ser nosotros mismos. Y eso no es posible: es nuestra principal «seña de identidad». Y tampoco se trata de negar otras señas de identidad no hispánicas, sino de reconocerlas a todas. De ahí la negación o la reducción de la identidad, de ahí un cierto resentimiento indigenista que niega su propio espíritu, en su propia lengua. Y no es indígena sino cholo, mestizo y urbano, mucho más occidental de lo que se imagina, confundido por el color de piel y los complejos (generados por leyendas e ideologías y no por el estudio serio de la historia peruana). Lo que hay que negar-superar es, sin embargo, la pre modernidad, no la hispanidad o la occidentalidad que son irremediables asuntos de hecho. Nadie escoge sus raíces, como nadie escoge a sus padres o abuelos. Y de nada sirve erradicar la estatua del primer gobernador del Perú, que se ganó a pulso su puesto y su casa en la Plaza de Armas de Lima. Los advenedizos son los actuales inquilinos. ¿No se llama Casa de Pizarro? Aquí el complejo de inferioridad resentido adopta la forma anti-Pizarro.
Aquí tiene que ver mucho la Leyenda Negra anti hispánica que Basadre denunció expresa y claramente, como ningún peruano, que la mayoría ignora o no le interesa: «La leyenda negra acerca de la obra de España en América tuvo su origen en Las Casas y otros intérpretes humanitaristas de la bula del Papa Alejandro VI sobre los territorios americanos» (La multitud, la ciudad y el campo en la historia del Perú, pág. 252). Y también hay que recordar la posición del incomparable Borges frente a Las Casas en las primeras frases de su célebre Historia Universal de la Infamia: «En 1517 el padre Bartolomé de Las Casas tuvo mucha piedad de los indios que se extenuaban en los infiernos de las minas de oro antillanas, y recomendó al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los infiernos de las minas de oro antillanas».