Urge el diálogo
Por: Juan Carlos Rodríguez Farfán – Escritor y analista político
La premisa del diálogo es escuchar al otro, escuchar e intentar comprenderlo. Escuchar implica una actitud abierta a una argumentación que puede ser distinta, si no opuesta. Se trata de, escuchar primero y luego argumentar convicciones o sensaciones. En la actual crisis política del Perú estas consideraciones no existen, son, a las justas buenas e ilusas intenciones o peor una broma de mal gusto. Los manifestantes no escuchan al gobierno y el gobierno de Dina Boluarte tampoco. Considerando que ya suman cincuenta muertos luego de desencadenado el conflicto, la ausencia de diálogo debería preocuparnos de sobremanera. La aceptación sincera del diálogo debería inducir a las dos partes a considerar los eventuales errores cometidos. Pero no. Hasta el momento, cada uno de los oponentes y sus respectivos seguidores no pretenden moverse un milímetro de sus posiciones. O gano yo, o gana el otro. Si gana el otro, pierdo yo. Si gano yo, que se joda el otro. No hay grises en este espectro de oposiciones. Pero ocurre que esta situación de confrontación a ultranza no es nueva. Nuestra vocación maximalista viene de lejos históricamente. Quizás el momento culminante de esta lamentable actitud como sociedad, fue durante la guerra de Sendero. O eres tú, o soy yo. Era la ecuación simplona. El único diálogo posible era a través de las balas. O me matas o te mato. Ahora en el 2023, a pesar de intentos fallidos como la Comisión de la Verdad y Reconciliación y el tiempo transcurrido nos exponemos una vez más a esas dicotomías que sólo logran escindir más un país desde ya escindido. Y no estoy insinuando, como cómodamente ministros, periodistas y otros opinólogos intentan explicar la indignación del pueblo postergado. La revuelta de los pueblos andinos, en particular sureños, no es obra de Sendero ni de sus remanentes. No hay sobre este huayco social, una mano negra. Los marginados, los olvidados se hartaron de esperar y han decidido ir hasta la misma puerta de la casona colonial, a gritarle en la cara sus verdades al gamonal ahora transmutado en Presidenta de la República y Congreso. En eso estamos claros. Pero siempre hay un río subterráneo, y nuestra función, por más que no les guste a muchos es esa, describir aspectos de nuestra actitud que tienen referentes históricos, sociales y culturales. Persisto y firmo: tenemos el deber de dialogar. Lo importante no es cuál de los oponentes gane. Pues cada uno de ellos se ha irrogado valores que no cultivan completamente. Uno(a) se reclama respaldado por el derecho y la Constitución, el otro(s) por los intereses populares. Cada postura tiene sus razones como también sus abismos e incongruencias, por no decir inconsecuencias. De lo que se trata no es de hacer una resta denigratoria, tampoco una multiplicación antojadiza de los errores del adversario. Y sobre todo jamás un concurso de infelicidades, ni víctimas. Debemos intentar como sociedad de zafarnos del pensamiento totalitario. Pensamiento que no es la panacea de los grupos y partidos de izquierda, esta característica idiosincrática está muy bien y democráticamente repartida en todas las tendencias políticas. Zafarse del pensamiento totalitario no significa dimitir de sus convicciones, no significa renegar de su condición. Es sólo un intento por relativizar ciertas verdades propias. Es posibilitar la aparición de una ventana de reflexión más. No poseemos la verdad infusa. Y si creemos lo contrario entonces el diálogo no existirá. Será una conversación de sordos, sin el auxilio del lenguaje de signos. Los muertos seguirán incrementándose, los problemas no se resolverán y nuestro país seguirá a la deriva.