Un amor y una melodía inolvidable Por Orlando Mazeyra Guillén
— Redacción Diario El Pueblo —

FEBRERO MORTAL

La noche más triste para una hija

—Adiós, papá —le dijo ella, atravesada por la pena, a su padre moribundo.

—Adiós, no —la corrigió él tratando de esbozar una última sonrisa—. ¡Hasta mañana!

“Ocurrió hace exactamente hace once años”, te cuenta Eliana: “un 7 de febrero del año 2012, estábamos en el Área de Cuidados Intensivos del Policlínico de Yanahuara y eran exactamente las once y once de la noche. Papá murió en mis brazos después de decirme esas dos palabras: Hasta mañana”.

—¿Y por qué se despidió así?

—Tardé apenas unos días en caer en la cuenta —recuerda ella—. Un melómano compulsivo como él se había ido de este mundo dedicándome una canción de su grupo favorito.

—¿Cuál?

—ABBA, pues —te dice Eliana—. Es un grupo sueco setentero que mi papá adoraba y en la canción “Hasta mañana” encontró la mejor manera de despedirse de su única hija: “Hasta mañana te sabré esperar, dime tú el lugar: Es que la fuerza de un amor así sabe triunfar siempre… a pesar de todo…”

Eliana le cerró los ojos a su padre y comprendió que nada volvería a ser igual. Al parecer Dios —¡ay, el que todo lo puede!— no la había escuchado.

—Yo esperaba un milagro —te dice atribulada—. Recé mucho para que el milagro ocurriera. Pero él se fue y me quedé completamente sola. Son once años ya y siento que fue ayer: en la tarde, como todos los años, empezarán a aparecer sus mejores amigos…

—¿Para qué?

—Vienen, estacionan sus coches frente a la puerta de la casa con botellas de whisky y brindan a su memoria mientras escuchan a Barry White que es otro de los cantantes favoritos de papá… Uno de los amigos de papá fue el que me dijo: “Eliana, déjalo ir”.

Durante el entierro de su padre, en La Apacheta, intentaron varias veces hacer entrar el cajón al nicho, sin embargo no podían. No cabía pues era muy grande. Empezó a caer la lluvia en Arequipa y la gente se intranquilizó. El mejor amigo de su padre miró a Eliana firmemente y le ordenó: “Déjalo ir: tiene que descansar”. Ella asintió desconsolada —“Adiós, papá”, dijo en voz baja— y el cajón por fin entró.

—Renegué de Dios, renegué de mi suerte… y, lo peor de todo, es que me llevaba horrible con mi madre.

—¿Por qué?

—Creo que ella me tenía celos.

—Pero ¿qué clase de celos?

—Papá me quería a mí más que a ella. Mamá odiaba eso y de alguna manera también me odiaba a mí: nunca me acariciaba, nunca celebraba mis cumpleaños, siempre ha tratado a mis primos mejor que a mí. Siempre fue fría conmigo… fue ella la que me obligó a casarme.

Eliana quedó embarazada de un hombre al que no amaba. Fue un error truculento. Su madre la obligó a contraer nupcias: “Nada de eso hubiera ocurrido con mi padre vivo”, se lamenta ella.

—Mamá, por favor, ¡no me quiero casar! —le decía ella bañada en lágrimas con el traje de novia puesto—. No quiero, no quiero… ¡entiéndeme!

—Shhhh —la amonestaba su madre—. Calladita nomás tú. Ya sabes que calladita te ves mejor.

En la boda pensaban que Eliana lloraba de emoción, de alegría infinita; cuando en realidad ella quería desaparecer. Necesitaba ayuda y el único hombre al que ella amaba estaba bajo tierra.

—Lo odié a mi padre —te cuenta avergonzada—. Me decía para mis adentros: “si no te hubieras muerto, no estaría pasando por esto. Me dejaste, papá: y ahora, mírame, me voy a casar con un sujeto al que odio y al que tú despreciabas”.

Después de casarse se fue al cementerio a conversar con su padre: recordó las veces que él se tiraba al suelo para ponerse a jugar durante horas con ella a la cocinita o para ver dibujos animados, rememoraba las noches cuando él escuchaba música espectacular mientras bebía unos tragos en su sala y ella lo contemplaba a hurtadillas… o cuando pasaban fines de semana enteros viendo películas.

—Eso es ociosidad —la recriminaba su madre—. Se pasan horas de horas viendo películas tu padre y tú. ¿Qué ganan con eso?

—No podrías entenderlo, mamá —le decía ella con un tono cachaciento.

Su padre le enseñó a amar la música, el cine, los libros. Él había abandonado sus estudios en arquitectura y letras; no obstante era un hombre que tenía una debilidad especial por el arte. Había perdido a los ocho años a su madre (experiencia de la que él nunca supo reponerse) y odiaba desde los forros a su padre, un tipo que siempre lo vio muy lábil, casi como un afeminado.

—Así como lo ven —decía él señalando con desdén al abuelo de Eliana—: este viejo de mierda me va a enterrar a mí.

—Silencio, Pepe. No hables tonterías —lo amonestaban sus hermanos—. ¡Cállate y respeta!

—Les estoy avisando nomás: este viejo me va a enterrar a mí, pero les prometo que sólo me tomará medio año aclimatarme en el infierno: al sexto mes me lo cargo para que ya no joda a nadie más. ¡Lo prometo!

Ella te cuenta que todo ocurrió tal como su padre lo vaticinó: “al sexto mes, es decir, en agosto del 2012 mi padre se lo llevó a mi abuelo”.

—¿Al infierno? —le preguntas sobrecogido.

—No lo sé: papá no era un hombre malo. Cometió sus errores como todos, creo. Pero yo lo amaba y él me amaba a mí.

Cada aniversario de su muerte, Eliana se dirige a pie al Policlínico de Yanahuara y se queda allí hasta que llega la medianoche: “he visto muertes, partos, cosas increíbles… todos los 7 de febrero paso la noche recordando la muerte de papá, ¿me acompañas?”

Tú odias los hospitales y ella lo sabe. No obstante, accedes de buena gana. Velas su dolor en silencio. Hojeas un libro mientras ella reza y se seca algunas lágrimas. A las once y once de la noche no pedirá ningún deseo (tampoco un milagro). Sólo dirá, deseando por fin corregir el destino: “Hasta mañana te sabré esperar, dime tú el lugar: Es que la fuerza de un amor así sabe triunfar siempre… a pesar de todo”.

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