LAS NIÑAS Y EL ORO
Por: Orlando Mazeyra Guillén

Historia sobre una extinción latente

Algunas lagunas peruanas nos recuerdan a la noria de Prípiat

—Acabo de llegar a Quiruvilca, mamá —le informó Nancy exultante y sin sentir ni una sola pizca de soroche—. ¿Oyes quién canta? ¿Lo puedes escuchar?

—No —replicó su madre por el celular—. ¿Quién es?

—¡Cliff Richard! ¿No es increíble?

En aquella misérrima localidad andina, ubicada a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar, había un vetusto megáfono que tocaba un selecto repertorio de canciones de un artista británico. ¿Sabrían inglés los pobladores de Quiruvilca?

Nancy, extasiada, quiso capturar aquel instante de felicidad y se puso a grabar con la ayuda de su celular. Sonaba “Dreaming” y ella sentía que, literalmente, soñaba con los ojos abiertos. Todo ocurría en el paradero de los microbuses: punto neurálgico de tránsito que ella pisaba por primera vez (acababa de llegar de Trujillo luego de un pesado viaje). Y, cómo no, allí también estaba el paradero de los mineros: “Quiruvilca es un pueblo minero”, te informó como preparándote.

Una mujer, que aparentemente vendía emolientes, prestaba atención a todo lo que ocurría. Tomaba nota mental de cuántos microbuses y camionetas llegaban y más o menos cuánta gente arribaba (qué pinta tenía, cómo vestía y hablaba y qué cosas hacía).

—Esa emolientera al toque se dio cuenta de que yo no era de allí —te cuenta—: no sé si fue porque me puse a grabar el megáfono o porque me sabía las canciones de Cliff Richard…

—Entonces ese megáfono era una especie de cazabobos —concluyes tú—. Estaba ahí para detectar a los forasteros, extraños, o algo así… con las canciones de Cliff Richard.

—Sí, algo así —asiente Nancy—. La vaina es que la mujer le dejó al toque encargado su puesto de emolientes a una mocosa y salió corriendo… disparada…

—¿Hacia dónde?

Nadie lo sabía. ¿Quién era y por qué tenía tanta prisa? Luego se enteró de todo. Pero primero ella supo lo que había hecho la minería —la fiebre del oro— con Quiruvilca. Y mientras seguía resonando en su mente Cliff Richard, Nancy se dio una fugaz pero aleccionadora vuelta por la localidad.

—La minería lo revoluciona todo, tú ya lo sabes, creo —te dice—. Pero cada vez que lo puedo constatar me siento frustrada…

—¿Por qué?

—En Quiruvilca, ¿qué crees que hay justo al frente de los locales de compra y venta de oro?

—Ni idea —le confiesas—. ¿Una comisaría? ¿Una iglesia?

—¡Puteríos! —exclama asqueada—. Chongos, puticlubs… o como quieras llamarlos.

—Ah, ya —caes en la cuenta—. Tiene mucho sentido.

—Son prostíbulos horrendos que atienden las veinticuatro horas y con la venia de todas las autoridades. Yo he visto a menores de edad: quinceañeras ofreciéndose a los viejos arrechos que salían de vender piedritas de oro… Todo el mundo sabe lo que pasa en Quiruvilca y nadie hace nada.

—La historia de siempre, Nancy —le dices—: la vieja historia del Perú. Aquí nadie hace nada, incluidos tú y yo…

Nancy se enteró, ya muy tarde, de que la emolientera corrió al municipio para dar su informe —una extraña ha llegado— y pensó: “¿Me han fichado?”, se preguntó. Sí, la ficharon. Por eso, dos sujetos, le empezaron a hacer seguimiento. “Ya sabían que venía a hacer encuestas”, te cuenta: “y piden su ‘propina’ a nombre de las autoridades”.

—¿Qué clase de encuestas?

—Yo necesitaba saber si estaban a favor o en contra de la minería. Quería escucharlos y entenderlos. Luego, en base a eso hacer un informe, ¿entiendes?

—Sí —asientes—, esos informes son armadazos. Yo no creo en esos informes, son puro floro.

—Lo mismo piensan los pobladores de Quiruvilca…

No se trata de defender a la minería legal, ni mucho menos a la ilegal. Nancy desconsolada te cuenta que cuando vio jugar a varios niños en una laguna contaminada (por la minería formal irresponsable) los quiso sacar de allí, gritándoles. Sin embargo, sus padres —ignorantes a más no poder— dejaban que las criaturas se bañen en esas emponzoñadas aguas de la muerte. “¡Extinción!”, pensó ella sin creerlo: “estos niños juegan, sin saberlo, a la extinción”. Enseguida, turbada, recordó la noria de Prípiat: al parecer muchos peruanos tenemos mucho amor (muy retorcido) por Chernóbil, ¿no?

—Convencí a las ancianas para que respondiesen a mis encuestas de una manera increíble.

—¿Cómo hiciste?

—¿Qué tomo todas las mañanas apenas me levanto?

—Tu suplemento de magnesio, calcio y zinc.

Sí, las ancianas de Quiruvilca sintieron viva curiosidad por esos efervescentes que Nancy echaba en un vaso con agua. Le preguntaron para qué tomaba ese líquido colorido y ella les explicó que era para sentirse más fuerte y saludable. Las ancianas, enfermas y alicaídas, no tardaron en decir que, a cambio de los efervescentes, responderían a las encuestas. Así empezó todo.

—Al día siguiente las que habían probado el suplemento se sentían renovadas —dice Nancy—. No sé si fue el efecto placebo o qué, pero querían más magnesio y avisaron a las demás. Tuve que hacer que un tipo me trajera desde Trujillo varios suplementos de magnesio… Ellas no tienen ni para un médico: ¡no tienen nada!

Se encariñaron con Nancy. Recibieron magnesio jubilosas. Y, cuando supieron que era su último día en Quiruvilca, decidieron hacerle un regalo.

—¿Pepitas de oro? —le preguntas burlándote.

—No, tonto —se molesta recordando a una de las ancianas: “mamita, te vamos a regalar algo”—. Una vaca.

“A mí, una vez, en un poblado olvidado de la sierra de La Libertad, unas mujeres sin suerte y sin esperanza, me regalaron una vaca que bauticé Sarinacha en homenaje a Arguedas. La vaina es que tenía que devolver el regalo porque adónde me llevaría a la vaquita”…

—Al patio de tu casa —insistes cachaciento.

—Me la dieron con un listón rojo: ¡era linda! Les dije que yo se la devolvía al pueblo… y, cuando supe que la iban a sacrificar para preparar el almuerzo de despedida, la abracé fuerte y le di un beso.

—El primer corte lo tienes que hacer tú, mamita —le informó una anciana.

—¡No puedo! —respondió Nancy asustada—. Yo no la voy a tocar.

Volvió a besar a la vaquita negra mientras las ancianas repartían chicha y maíz tostado. Había catorce ollas con catorce tipos de papa. ¡Catorce tipos de papa en medio de esa pobreza! Papas tan ricas que ni siquiera había que pelarlas sino morderlas y disfrutarlas con fruición.

“Perdóname, Sarinacha”, le dijo Nancy a su vaca (a la que ni mencionó en su informe sobre la minería en Quiruvilca, tampoco señaló cuánto pedían las autoridades para apoyar el proyecto, o cómo utilizaban a Cliff Richard para descubrir a los forasteros) y sintió que también le estaba pidiendo perdón al mundo que sacrificamos a diario sin misericordia: a las lagunas contaminadas por la minería (formal e informal, da lo mismo), a las niñas que se prostituyen por pepitas de oro… Le pedía también perdón al Perú de metal y melancolía. Tal vez lo mejor era ponerse de rodillas ante toda la humanidad.

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