Cáscaras de tomate
Por: Fátima Carrasco

Flora (I)

Dicen que los gatos tienen siete vidas. No es cierto. Los gatos abandonados a su suerte —que es poca— no siempre sobreviven mucho tiempo. Pero a veces un gato puede tener vidas distintas.

El primer encuentro fue breve: tras algunos días creyendo distinguir a un animal de pelaje exuberante, la vi de frente: hurgaba entre las cáscaras de frutas y verduras que echábamos alrededor de los árboles del jardín junto a la casa.

Si no fuera por el afán de abonar jamás la hubiéramos conocido. Vi a ese fabuloso gatazo con pinta de lince y largo pelaje ahumado. Levantaba la cola —saludo felino— pelada, como un alambre, con dos pencas de cactus adheridas a ella. La cara redonda, con expresión irónica y mirada ambarina. Una cáscara seca de tomate colgaba de sus bigotes, oscilando.

Nos observamos, inmóviles, hasta que le dije miau, aproximándome a esa estupenda criatura, que maulló acercándose sin dudar, con absoluta y asombrosa confianza, con esas patas que parecían columnas. Como si me conociera de toda la vida.

No se inmutó ante la actitud belicosa de Teo, el cocker spaniel —su compadre espiritual, como se vería después.

Saqué un cepillo y comida, tratando en vano de quitarle las pencas de cactus incrustadas en su cola.

—Tú de dónde has salido, ¿de dónde vienes? —Méow, contestó.

Después de comer, ronronear, dar vueltas a mi alrededor, terminada su performance de relaciones públicas, la linda gataza persa se fue, perdiéndose de un salto espectacular entre las zarzas y la mala hierba.

A la tercera visita logré quitarle las pencas de cactus, mientras ella fanfarroneaba. No podía evitarlo: era una figurona. Y eso que tenía halitosis, legañas y las orejas inmundas. Sus visitas acababan siempre al oírse unos tenues maullidos entre las zarzas.

Debut en sociedad.

De noche, Flora deambulaba por la pista —poco transitada— y entabló una alianza con Lenny Malacara, nuestra ex gata. Era siamesa, con enormes ojos color turquesa. Hija de Garufa Consumada —la gata carey que habitaba en el jardín interior—. Lenny Malacara siempre fue poco sociable y al cumplir un año, una tarde lluviosa, tras maullar con insistencia, se metió en la casa. Explicándome sus cuitas y puntos de vista, entre maullidos, recorrió todas las habitaciones y se fue para siempre.

Autoproscrita, con su cara de asaltante de bancos, vivió más de una década en unas casas abandonadas en el barranco cercano. Ella, que nunca aceptó el agua y la comida que le ofrecía, ni contestaba cuando la llamábamos, reconoció en Flora a una semejante.

Cada noche, ambas en la última lona se sentaban en la vereda, donde les dejaba comida. Lenny Malacara jamás probó bocado (vivía del aire). Esperaba mientras Flora comía —con ocasional glotonería— y se iban juntas. Una noche, al triste dúo balduendo persa-siamés, se incorporó una gatita negra, robusta, de ojos saltones y cara de chaqueña. Se subió a un árbol bufándome cuando le llevé comida.

Flora deambulaba por la pista también de día, majestuosa, echando prosa, ignorando bocinazos, frenadas y comentarios de simpatía y admiración.

Dos policías que patrullaban con frecuencia me dijeron que la habían visto desde hacía tiempo.

—La abandonaron con su cría, estaba bien descuidada, pobre animal, cómo busca ayuda— dijo la agente.

—Una gata así vale una fortuna, llame a la protectora de animales.

—¿Y si nadie la reclama? La sacrificarán— contesté, mientras Flora ronroneaba con su fea cola de alambre.

Las desfederadas.

Flora acabó instalándose en una casa cercana que sólo ocupaban en verano con su desconfiada gatita negra. La alianza de desfederadas duró casi un año. Inmóviles y silenciosas, sus siluetas se veían en la calle oscura, mientras en el jardín interior mis gatas comunes llevaban una vida más grata.

Ambos clanes se ignoraban (pese a que Leny Malacara había nacido en el jardín) con felina diplomacia. En las gélidas noches invernales, con lluvia y viento, las desfederadas, sin hogar, permanecían impasibles a la intemperie.

Dicen que los portugueses llaman a los gatos O tigre do casa. Y los gatos persas —es vox populi— son Tigres de sofá. Pero a las desfederadas no les importaba que la lluvia las empapase.

Casi en primavera dejé de ver a la negrita. Salí a buscarla y oí maullidos apagados. Me pareció que estaba encerrada en la casa de veraneo. J.J. logró avisar a los propietarios algunos días después. Un gordito llegó un sábado temprano abriendo puertas y ventanas, preguntando dónde está, mientras la negrita maullaba enloquecida. Salió disparada —una manchita oscura— mientras una vecina le lanzaba trozos de pollo que devoró. Después se fue calle abajo y jamás regresó.

Lenny Malacara volvió a su orgullosa soledad en una casa derrumbada y dejó de acompañar a Flora, disolviéndose así la alianza.

Una gran pérdida

Flora —a mi parecer— necesitaba un domicilio fijo y habitado sin peligro de quedarse encerrada. Cometí el error de llevarla al jardín interior. La apacible y cariñosa Garufa Consumada se lanzó contra Flora erizada, bufando. Tan inesperada fue su agresividad que hasta yo me sobresalté y me interpuse ahuyentándola, como había hecho con Teo sin saber que introducir a un gato nuevo en una colonia establecida es labor delicada, de encaje diplomático, opuesta a las pautas jerárquicas perrunas.

Con mi imperdonable error ofendí sin remisión a Garufa. La dueña absoluta del jardín nunca me perdonó. Para mí su posición predominante era indiscutible: era la Gata principal. Para ella, mi actitud sólo mostró que yo la rechazaba en favor de la espectacular Flora, que tampoco se hallaba cómoda en el jardín. Era confianzuda con la gente, pero cautelosa, tímida con sus congéneres.

Garufa se volvió arisca, marcando una insalvable distancia. Se sentaba a observarme en la ventana de la cocina, como siempre, pero su mirada era un reproche constante. Desairada, nueve meses después del incidente, se metió una tarde en la cocina —algo inusual en ella— maullando de forma continua y extraña. Como Lenny Malacara.

Me dejó abrazarla, apoyó su cabeza en mi cuello y estuvo ronroneando un buen rato, en aparente bienestar.

Creí que todo se había arreglado. Pero fue su despedida: se fue calle arriba dos días después, perdiéndose entre la madreselva para siempre. O más bien, para nunca volver.

(…Continuará)

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