Una historia de fe y también de ateísmo
Por: Orlando Mazeyra Guillén

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NOTICIA DE SEMANA SANTA

Cada vez que ustedes discuten acaloradamente terminan diciéndose frases hirientes. Y se alejan. O, mejor dicho: tú te alejas, sin mediar explicación. A veces prefieres apagar el teléfono celular —durante horas o inclusive días— para no darle cabida a más exabruptos; sin embargo, ella lo toma de la peor manera.

Cuando tú apagas el celular siento como si me dijeras “en realidad, no me importas” —te confiesa—. Como si me demostraras que te puedes olvidar de mí facilito nomás… como si pudieras dejarme atrás sin despeinarte…

Pero yo no tengo pelo, ¡cómo me voy a despeinar! —intentas hacerla reír.

¡Ponte serio! Te estoy cantando tus verdades.

Las cosas no son así —le explicas—. Sólo prefiero quedarme callado, relajarme en vez de decir, sin pensar, cualquier disparate que te haga daño y que después… me termine destruyendo a mí también…

Yo ya no puedo seguir sin ti —te confiesa.

¿A qué te refieres?

Ya me amoldé a tu estilo de vida. No podría empezar de nuevo —ella suena tan convencida que, por un momento, te descuadra—. Después de conocerte, ya no: ¡De ninguna manera!

¿Y eso es bueno o malo?

La verdad es que no lo sé. ¡Y quisiera saberlo! Eres como un caballo desbocado que no se deja domar, que siempre termina haciendo lo que le da la gana.

No mientas —le intentas enmendar la plana—: yo te obedezco. Hasta, por complacerte, hago cosas que pensé que jamás volvería a hacer.

¿Te refieres a lo del Domingo de Ramos?

Sí, por supuesto —asientes—. No asistía a misa desde que estaba en el colegio, son más de dos décadas…

No seas vivo —te amonesta—, porque fue de pura casualidad. El domingo salimos temprano a comer un adobo y, luego, nos topamos con esa escenificación… además te burlaste del pata que hacía de Jesucristo: dijiste que estaba muy gordo y cachetón… y que Lázaro parecía la momia de Tutankamón…hasta te mofaste del burrito diciendo que seguro se llamaba Platero y que seguro moriría como él… Yo voy a misa porque tengo fe; tú, en cambio, lo tomas como un juego.

No exageres.

Yo quiero casarme por la iglesia —dice ella.

Lo sé. Es más, lo tengo clarísimo.

¿Y entonces?

¿Y entonces qué? —le respondes con otra pregunta sabiendo que eso la crispa.

¿Nos vamos a casar por la iglesia? ¿Sí o no?

No sé para qué me lo preguntas si tú ya lo decidiste desde el día en que nos conocimos. Seguro será en La Recoleta, ¿o me equivoco?

Es que es la iglesia más bonita de la ciudad.

¿Ves? Ya tengo el guion en mente. No invitarás a tu madre porque no la quieres, o digo mejor: porque ella no te quiere; e ingresarás sola al altar porque no deseas que nadie ocupe el lugar de tu papá…

Nadie está a su altura —sentencia ella—. A veces me sueño con él, pero no estoy vestida de blanco, sino de rojo. Es un hermoso vestido. Él me espera en la puerta de la panificadora Las Américas de San Juan de Dios, me toma de la mano y, caminando lentamente, me lleva a la iglesia de La Recoleta.

¿Y por qué vistes de rojo en tu sueño? —le preguntas.

Quisiera saberlo, algún día lo comprenderé.

¿Y yo te espero en la iglesia?

No, claro que no. Yo te espero a ti. Como siempre: yo soy la que espera pacientemente. Yo soy la única que se empeña en demostrarte que Oswaldo tenía razón.

¿Por qué? —preguntas sin entender. ¿De qué Oswaldo hablaba ella?

Porque acertó cuando dijo que algún día encontrarías un corazón a la altura de tu inocencia.

Te conoce demasiado. Sabe que admiras a Reynoso y que, por eso, de cuando en cuando, relees esa luz incandescente titulada “Los inocentes”. Sabe que, en el fondo, eres bueno. ¡Qué paradoja! Te habla de un ateo sin fisuras para convencerte de casarte por la iglesia católica. Sí, claro, los absurdos de la existencia. El sinsentido pertinaz que había que aceptar (como tantas cosas).

Yo no creo en dios —le dices y ella niega con la cabeza.

Yo sí creo en ti. Creo en nosotros y en todo lo que podemos hacer juntos: lo he visto, lo he soñado y quiero que se cumpla.

Y yo creo en ti. Nunca he amado a nadie como a ti.

¿Lo dices en serio?

Desde hace mucho tiempo vives en mí: habitas en un parte tan privada y a la vez privilegiada de mi dédalo interior que conoces todas las rutas y senderos. Yo me pierdo en mi laberinto… y a cada rato. Tú, en cambio, entras y sales. ¡Y me encuentras, siempre me encuentras!

Recuerdas a tu madre sentenciando: “has buscado a una mujer como yo y que ya te conoce mejor que yo”. ¿Era posible o exageraba? ¿Ahora ella te conocía mejor que tu propia mamá?

Algún día ella ya no estará —vaticina ella—. Pero yo cuidaré de ti.

¡Cállate! ¡No vuelvas a repetirlo!

Mamá no podía irse. Pero se iría. Nancy te había elegido y te llevaría al altar. Porque, todo lo que se propone, lo consigue. “¿Yo, casado?”, piensas: “¿Y por la iglesia?”. Sí, por la Iglesia y por ella. Fueron a hacer los primeros trámites. Discutieron por los gastos.

¡Qué choros que son los curas! —exclamaste.

Es sólo una vez en la vida. No lo volverás a hacer porque yo soy tu verdadero amor.

Volviste a recordar a Oswaldo Reynoso y ansiaste invitarlo a tu boda antes de abrazarlo con todas tus fuerzas y de darle las gracias por la palabra. Por las palabras. Porque algunos bellos y libros nos avisan —nos advierten— lo que está por venir. Nos llenan de esperanza y nos hacen creer que esta vida —quizá la única que poseemos— tiene sentido: “Algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia”. Sí, Reynoso, portentoso chamán de la escritura, lo pudo ver antes que tú. Él era como aquel borrico llamado Platero: nunca estuvo hecho de carne y hueso, sino de sensibilidad y poesía a borbotones.

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