Sueño de una tarde de verano
Por: Carlos Rivera

Aquella tarde nublada de diciembre del 2021 fui al parque La Esperanza donde descansaban los huesos del gran poeta Luzgardo. El empeñoso trabajador del camposanto me indicaba con sobriedad las burocráticas condiciones de mi visita. Casi eran las 4 de la tarde y algunas personas conversaban con sus muertos. Yo quería contarle muchas cosas al bate. Cosa extraña: había un hueco y abundante tierra a los costados. Inmediatamente llamé al vigilante a poner en autos la espantosa tragedia. ¿Quién pudo llevarse sus restos ? ¿Qué miserable delincuente puede satisfacerse con tan repudiable acto? Estupefactos se mueven de un lado a otro, la secretaria del parque se pierde en llamadas infinitas y alguien que parece importante me hace pasar a su oficina a interrogarme como si fuera un sospechoso. En unos minutos la familia y la prensa se dispusieron al cementerio para investigar los detalles de lo acontecido.

Me fui tembloroso por la calle, con mis manos tembleques y murmurando palabras sin sentido. Entré a una tienda a comprar un cigarrillo para calmar mi ansiedad. La señora que me atiende sugiere abrigarme o irme a descansar porque traía un semblante petrificado. Le agradezco. Por la ventana del establecimiento creo distinguir una silueta familiar. Miro hacia arriba y veo que camina muy ligero como si huyera de alguien. Acelero el paso y logro alcanzarlo. Lleva un abrigo oscuro, una gorra americana y unos lentes de sol. ¡Luzgardo!, le grito. Taciturno reconoce mi cara con sus ojos de cóndor y me saluda con su típico ¡hermanito!

Le conté cómo la prensa y la familia estaban en el cementerio tratando de indagar acerca del crimen de su cuerpo. Me miró con su ironía majadera y no dijo nada. Tomamos la primera combi y fuimos charlando y era inevitable -a pesar del miedo- relucir mis dotes de periodista. Total, si Valdelomar pudo entrevistar al Señor de los Milagros porque yo no aprovechaba esta reaparición de nuestro querido Luzgardo y le compartía mi portátil cuestionario y desde luego le brindaría una mascarilla para protegerse de la pandemia del COVID. Uno nunca sabe.

¿Por qué te escapaste?

Primeramente, la urna era muy pequeña para poder estirarme. Me aburrían los gusanos y el agua que caía de los que me regaban siempre fue un suplicio el cual tuve que soportar como todo buen hombre que acepta su perpetua condición. Pero tú ya debías ser polvo, veo que tienes cuerpo y carne.

Mi alma estaba intacta, sentía como si no hubiera cambiado nada. A veces viajaba por lejanías hermosas o mantenía pláticas ingeniosas con César Vallejo, Melgar o Percy Gibson. No sé qué energía superior nos permitía esas aventuras, pero sucedían y luego aparecía reposado en mi tumba como un gusanito de seda esperando otras circunstancias.

¿Leíste lo que escribí cuando falleciste?

Casi lloro, hermanito. Mucho corazón en tus palabras. Lo leíste la primera vez en Juliaca junto a mi hermana Luz Vilca. Me hubiera gustado abrazarlos.

¿Qué poderes, además de la ubicuidad, tienes luego de partir al más allá? ¿Puedo tocar tus heridas para comprobar que no eres una ficción metafísica?

No lo sé, hermano, ¿por qué tu afán de querer saberlo todo?. Si me ves y te hablo creo que existo, suficiente con eso. Yo no soy Jesucristo, solo soy un poeta maldito. Veo que todos usan esta mascarilla. Tantas cosas han pasado luego que me fui.

Sí, Luzgardo. El virus se ha llevado a varios amigos. ¿No te los encontraste por ahí en tus submundos?

No. No siempre podemos conversar con todos, depende de esa fuerza divina que cae sobre nosotros y un día conectamos con nuestros anhelos y aparecemos en una dimensión infinita. Y a veces solo estamos en nuestro nicho jugando con nuestra memoria.

Has de saber, Luzgardo, que la Municipalidad aún no coloca tu retrato en la galería de hijos ilustres.

No espero nada, hermano. Así es la burocracia. Como no soy Vargas Llosa…con los homenajes que hacen ustedes me basta y me sobran.

Luzgardo, perdona, pero para mí tú superas al ingenuo de Melgar y sus cursilerías. Gonzalez Vigil, en su antología…

No pues, Carlos, nos vemos después de seis años y me vienes con presunciones críticas. Mejor nos vamos por unos picantes.

Pero Antonio Cornejo Polar respaldó tu trabajo y Darwin Bedoya postula que tu poesía es surrealista y afirma que “es la autoconciencia de las pasiones y los sentimientos porque el propio contenido se forma como lo que yace sustancialmente en lo humano mismo.

El maestro era muy buen ser humano y dotado de una inteligencia para el estudio de la literatura. Uno de mis grandes amigos le pasó mi poemario. Darwin inteligente y fino para leer a modestos poetas como yo que solo cumplen con el deber de entregar su arte al pueblo. ¿Qué dices?, ¿a qué picantería vamos?

Entramos a una vieja picantería de Yanahuara. Pedimos una jarra de chicha, dos cervezas, un delicioso costillar y un escribano para ir picando. Ser esteta no anula su condición de sibarita. Las carnes o los néctares de los alimentos en su majestad de sabores son como un poema de Cisneros mientras masticamos y pensamos en los placeres de la existencia. El poeta oye una canción de Mario Cavagnaro que acompasa con los dedos buscando el candor de la voz en la antigua mesa. Descansa su espalda gruesa en la silla de madera, levanta la mano y parece susurrar un verso al cielo. Mis huesos crujen de pánico cuando empieza a hablar de César Moro y recita sus complejos versos. Infla el pecho y estira su mano y cierra los ojos entregado a su magia de cantor . Tengo la misma sensación cuando leo a Vallejo y me entrego a la pura devoción de su arte. Ahora Luzgardo corta el costillar y yo no quiero comer, solo espero que los minutos sean perdurables. Yo le hablo de Campos de Castilla de Machado y de Romancero Gitano de Federico García Lorca y él parece cobijar mis palabras en su evocación de ingenuidades de tantos mocitos que le relucen sus descubrimientos. Continúa su discurso y me pide un lapicero y una hoja que se las consigo en el acto y construye un poema a una acuarela que cuelga en la rústica pared del recinto. Está en un estado salvaje de poesía. En el delirium tremens de Poe o en la iluminación de Rimbaud. Va llegando la noche y con ella sus miedos. Mira la ventana, se detiene en el grácil rostro de una dama de otra mesa que le sugiere una sonrisa y anota unos versos en la hoja como un epitafio del momento. Lo veo y me parece un sueño o la profecía de una conversación que nos debíamos. Se levanta y sale presuroso, lo sigo, tomamos un taxi rumbo al Parque de la Esperanza. Nos detenemos a una cuadra. Me pide prudencia para no seguirlo y yo desde el taxi lo persigo con mi curiosidad de periodista. Su silueta se pierde en la oscuridad. Me vence el sueño y pego mis ojos a la ventana del carro, despierto y veo a mi alrededor el verde paisaje del cementerio, aún son las 4 de la tarde de diciembre del 2021, la lápida de Luzgardo sigue intacta. Aquí no ha pasado nada. Voy a echarle un poco de agua y dejarle las flores que traigo para su tumba. Tengo ganas de este verso suyo: “Fanático amante dime adiós/hasta la próxima vida”.

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