EL SECUESTRO DEL SANTO: Un rapto inexplicable y un final atroz

Por Orlando Mazeyra Guillén

—Negrito, cuídamela a mi nieta —le decía su abuelo a la enorme imagen de San Martín de Porras que había en uno de los salones más espaciosos de la casa—. Muchos la quieren perjudicar más que a mi negocio. Y tú no lo puedes permitir: ¡no me falles, carajo!

Ella te cuenta que su abuelo Melchor siempre tuteaba al santo mulato (era una especie de respetuosa confianza o algo semejante). Y, al parecer, la amaba y la encomendaba gracias a un enigmático lunar. ¿Azar o destino? ¿Alguien lo podría explicar?

—Sólo yo saqué este lunar en la rodilla, es idéntico al que tenía mi abuelo; y, según él, daba muchísima suerte —te cuenta mostrándote su pierna izquierda—. Ninguno de sus nietos heredó el lunar, creo que por eso me engreía más que a todos… y por eso también había mucha envidia en casa, yo la percibí desde que era muy niña.

—¿Qué clase de envidia?

—A mí, mis tías y sobre todo mis tíos me han querido joder la vida desde que tengo memoria porque mi abuelo me quería heredar su empresa —te informa.

—¿Sólo por un lunar?

—Sí —asiente Nancy—, por culpa de un lunar me querían hacer daño…

—Yo no creo en esas cosas —le mientes para evitar algunos recuerdos dolorosos—. El daño no existe.

—Yo sí creo: escúchame y saca tus conclusiones, ¿puedes?

—Está bien.

***

            —Cuando yo era mocosa —te cuenta—, vivía en la casa de mi abuelo Melchor, que todavía era rico, pues mis tíos aún no habían hecho mierda su negocio de transportes. La casa era inmensa y quedaba en el malecón Zolezzi. Te puedo asegurar, sin dudarlo un instante, que mi infancia fue muy feliz porque tuve amor hasta decir basta y nunca me faltó nada en lo que tiene que ver con lo material. Todo, absolutamente todo me sobró; y estoy agradecida con la vida por eso.

            —¿Y luego qué pasó? —le preguntas.

            —Cuando iba a terminar la secundaria murió mi abuelo y eso me afectó muchísimo —prosigue Nancy—, entonces mi madre creyó que la tierra me quería jalar, por eso me llevó donde una mujer cubana muy rara que te fulminaba con su penetrante mirada… me acuerdo de ella y me entran unos nervios incontrolables.

            —¿Cómo era esa mujer?

            —Era una negra alta que sacaba la suerte de las personas a cambio de dinero. Ella fue quien le dijo a mamá que mi familia paterna me había querido hacer daño varias veces, pero que no les resultaba porque había una luz dentro de mí que era muy potente y vigorosa. No me vas a creer, pero esa cubana le explicó a mi mami que había un alma  que me cuidaba celosamente. Entonces, yo pensé que se trataba del alma de mi abuelo Melchor, sin embargo la cubana me dijo que no me hiciera ilusiones, pues no era él.

            —Esa mujer seguro era una charlatana —le dices con un tono desdeñoso.

            —Nada que ver —te dice Nancy—. ¿Sabes cómo pude comprobar que sí tenía algo especial esa cubana?

            —¿Cómo? —le preguntas.

            —Ella me dijo que mi abuelo se había enfermado gravemente desde que le escondieron a su San Martín de Porras.

            —¿Se lo escondieron? ¿En dónde?

            —La imagen de San Martín, pues, era del tamaño de una persona. Todos en la familia de mi abuelo sabían que, si querían atacarlo, ese era su punto más débil… su talón de Aquiles o algo así. Yo estoy segura de que alguno de mis tíos se llevó al San Martín de la casa de mi abuelo para vengarse de él.

            —¿Y qué hizo tu abuelo cuando se enteró?

            —Se puso muy mal, casi le viene un infarto. Dejó de comer y ya no quería salir de su casa. Lo peor lo que vino después… ¡fue increíble!

            —Cuéntame todo.

            —Mi abuelo puso varios avisos en muchos periódicos, ¿te imaginas? Avisos con una descripción de su San Martín de Porras y con una recompensa para el que encontrara a su negrito. ¡Y ofrecía harta plata!

            —¿Nadie apareció?

            —¡Todo lo contrario! —te aclara ella—. Llegaban a la casa de mi abuelo todos los días mentirosos que decían que lo habían visto escondido en tal barrio, en tal garaje o en tal casa… se inventaban cosas… otros le trajeron copias de su San Martín original y mi abuelo los botaba a patadas. Sólo cuando descubría que lo querían sorprender recuperaba casi toda su vitalidad para insultar y golpear a los que querían quedarse con la recompensa a la mala.

            Al poco tiempo, a la casa de su abuelo Melchor llegó una caja de embalaje con un recado inolvidable.

            —¿San Martín de Porras? —le preguntaste aguijoneado por una curiosidad incontrolable.

            —Sí —asintió ella—, pero hecho viruta. Lo hicieron polvo a su San Martín de Porras y mi abuelo casi se termina de volver loco. Nunca nada volvió a ser igual y nunca más volvió a ser feliz. La historia de mi abuelo Melchor da para escribir una novela: era dueño de una empresa de transportes que sus hijos le quitaron y terminó viviendo solito en una pajarera…

            —¿Y todavía se puede ver la pajarera? —indagaste aguijoneado por la curiosidad.

            —Claro.

            —Enséñamela —le pediste.

            —No.

            —¿Por qué?

            —Porque tú serías capaz de escribir sobre mi abuelo y no quiero que lo hagas. Yo lo quise mucho. ¿Me prometes que nunca escribirás sobre él?

            —¿Quieres que te mienta?

            —No. Nunca.

            —Entonces vamos a conocer la pajarera de tu abuelo.

            —Está bien, iremos en la tarde.

            Sería una jornada que cambiaría sus vidas para siempre.

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