La fe, la familia y su disolución
Por Aldo Llanos – El Montonero
En las últimas décadas, el número de divorcios (en lo civil) se ha disparado mientras que el número de parejas que optan por una boda religiosa va menguando. Mientras esto ocurre, va creciendo la dificultad para definir qué es una familia, otrora entendida como la unión natural entre un varón y una mujer.
Considero que, en la medida del abandono de la vida de fe y de la desconfianza en la Iglesia, este proceso va a continuar. ¿Cómo podemos volver a comprender que es una familia?
En el decálogo mosaico, lo vamos viendo de acuerdo al orden de los mandamientos dirigidos a toda persona: los tres primeros están referidos a nuestra relación con Dios para luego, con el cuarto, cumplir los relacionados con la vida en familia. De esto se infiere que, sin ese orden, nos será muy difícil comprender que es una familia.
Al tener y formar parte de una comunidad de fe, la Iglesia, vamos cumpliendo nuestra vocación al amor (encontrarnos y vivir con y en Dios), dentro de la cual, se comprenderá el matrimonio como sacramento que instaura una familia. Por ello, al acudir al sacramento del matrimonio, la Iglesia ilumina la naturaleza de esta.
En el Nuevo Testamento Jesús hará numerosas referencias al orden veterotestamentario, dejando en claro que las familias existen y son importantes porque permiten la progenie, carnalidad que deberá nacer de nuevo por el bautismo y así poder insertarse en la vida divina. No hay salto. Primero naturaleza y luego Gracia. Primero somos hijos de nuestros padres para luego tener el deber de ser hijos de Dios.
En efecto. La definición y comprensión de qué es una familia puede deformarse, si esta busca definirse por sí sola sin encuadrarse en la vida de fe en la Iglesia. Entonces, si lo más importante es nuestro encuentro personal con Dios, tanto el ser célibe por el Reino como casarse y formar una familia, son vías igual de válidas que consolidan nuestro fin último, lejos de la denostación gnóstica del cuerpo y el sexo, así como de su exaltación sin fines procreativos.
Los gnósticos del pasado (como los del presente), veían mal la procreación por considerarla fuente de agobios para los padres, los cuales, debían tener pocos hijos o no tenerlos tal y como hoy es impuesto por el paradigma de la “planificación familiar”. Esta visión, es la que nos ha llevado a ver a los hijos como algo de lo que hay que “protegerse”. Pero si no hay intención de procrear, ¿qué queda? Pues la apología al sexo libre e irrestricto.
Precisamente eso es lo que ha ocurrido desde mediados del siglo XX hasta la fecha, donde el eco gnóstico resuena con toda su fuerza: “Seremos felices, cuando no haya ningún límite a nuestros impulsos sexuales, hay que satisfacerlos y si hay anticonceptivos mejor”. Por este camino, el significado de que es una familia se ha ido difuminando.
Es más, cuando aparecen teólogos y pastores que apoyan esto, no es porque no saben bien lo que están haciendo sino todo lo contrario: eligen capitular ante el deseo en vez de encauzarlo, como parte de una visión pesimista y de poca fe. Sin embargo, el costo es alto: cuando el deseo no es encauzado, la relación sexual no es medio para conformar un proyecto en común sino, se convierte en un fin llegando a utilizar al otro. Si es así, ¿qué sentido tendría proscribir la pornografía, la prostitución, la masturbación y el sexo libre?
Por ello, al ir entendiendo que es una familia, nos vamos dando cuenta que su correcta comprensión tiene alcances sociales, donde las relaciones de gratuidad y fidelidad entre sus miembros (tal y como Dios se relaciona con nosotros), se oponen a una visión mercantilista y utilitarista de la vida. En ese sentido, la familia nacida y comprendida desde la vida de fe en la Iglesia, se convierte en un escollo difícil de superar por todo sistema socio-económico-político en el que prime la comercialización de la vida y el rédito económico, buscando deconstruirla y dotarla de un nuevo significado lejos de su marco religioso.
Y no, la solución no pasa por volver a un sistema patriarcal pasado ni asumirla como un ente libre de rendir cuentas. Su supervivencia pasará por reconocer su orientación hacia Dios siendo este el mayor de los bienes, por encima del amor humano entre sus miembros, dado que, al ser nuestros amores humanos imperfectos, solo la experiencia de un amor perfecto que ama perfectamente a lo imperfecto (nosotros), será la que ordene correctamente la vida intrafamiliar y social, quitándole espacio a la violencia que surge en nosotros al constatar que no recibimos el amor que tanto nos hace falta.
Por todo lo desarrollado, se entenderá mejor porque Jesús dice que los que cumplen la voluntad de Dios son verdaderamente su madre y sus hermanos (Marcos 3:35) y que, si dejan a su familia, serán recompensados con el ciento por uno (Marcos 10:29-31). Para Jesús, una familia lo es no sólo porque sus miembros están unidos por lazos sanguíneos y/o vínculos legales, sino también y, sobre todo, porque es un camino, a la vez humano y divino de encuentro con Él.