El regreso a clases

Por Eduardo Zapata

Para un maestro de verdad, cada clase debería ser una experiencia única e irrepetible. Ciertamente con objetivos claros, pero sin recetas. Sin que el encuentro con los alumnos sea una simple repetición mecánica de conocimientos ajenos. Y menos una clase podrá ser –si la queremos educativa– un acto de presencia rutinaria a cambio de un estipendio dado. 

Desde los niveles iniciales hasta la universidad, los rostros de aquellos alumnos que realmente iluminan las aulas seguro habrán de permanecer. Trátese de niños o adultos. Tal vez y con el tiempo se puedan naturalmente desdibujar muchos nombres y apellidos y la mismísima asociación de estos con rostros determinados. Pero si bien las imágenes y voces de cada sesión de clases pueden evanescerse, los rostros de aquel alumno o aquella alumna que iluminaron descubrimientos y conocimientos habrán de permanecer. Como más que seguro permanecerá en el alumno el rostro –hasta el nombre– de aquel maestro que lo miró y escuchó en el aula y aun fuera de ella.

Millones de peruanos vuelven por estos días a las aulas. Regresan a clase. Y lo hacen en el contexto de falencias que todos conocemos. Los peruanos –creo que así lo entendemos– tenemos una gran deuda con la educación. Que no es asunto solo del escandaloso estado de la infraestructura educativa; como tampoco lo es aquel de la (mal) formación docente; o de epidémicos problemas de disfuncionalidad familiar. De allí que nuestro deber con la educación no habrá de solucionarse inaugurando seis o siete escuelas. Como tampoco tratando de combatir ignorancias radicales y anemias pertinaces con tardíos programas de capacitación y tardíos programas alimentarios. 

Nuestro problema educativo ciertamente compromete al Estado, la sociedad toda y a la familia. Si perpetuamos facilistamente los modos de ser y hacer de los últimos años nos quedaremos quizás con planes de mejora solo en el papel, con muchas asesorías y consultorías y con capacitaciones y actualizaciones docentes dirigidas –y es duro decirlo– a personas que no quisieron o supieron ser maestros.

Bien miradas las cosas el diagnóstico de nuestra educación es sencillo: ausencia de mérito. Ausencia de mérito y autoridad para el magisterio: y esa palabra magisterio alcanza tanto a las llamadas autoridades de nuestros ministerios, como a los propios docentes y por cierto a los padres de familia. 

Rozo aquí la coyuntura política. Y el juego de verdades y falsedades al que asistimos hoy en día me recuerda a El fantasma de la ópera. Tanto a la novela de Leroux como a la magnífica representación de Broadway. Solo que en nuestra política no hay una historia de amor sino multiplicidad de espejos que distorsionan percepciones al punto de ocultamientos y hasta santificación de pecados. Juegos de espejos manejados con inteligencia (sic) que no están al servicio precisamente de una obra literaria.

Y vuelvo al título e inicio de esta nota. El regreso a clases debería significar iluminar saberes y conocimientos y ello implica retomar el camino del magisterio para que nuestros alumnos –y nuestra sociedad toda– no sigan viviendo en un juego de espejos.

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