Un oscuro porvenir

Por Fátima Carrasco

“La Hija del Clérigo” es una de las novelas menos conocidas de George Orwell. Considerado como una especie de visionario por su terrorífica y acertada “1984” o por “Rebelión en la Granja”, sus cualidades como escritor quedan reflejadas con mayor nitidez en su estupenda —y por momentos divertida, pese al título- “Miseria en París y Londres”, minuciosa crónica de su incursión, motu poprio, en el vagabundeo y la mendicidad, como terapia contra el sentimiento de culpa tras su quinquenio como policía en Birmania, según él mismo explicó en “El Camino de Wigan Pier”.

Otras muy recomendables novelas suyas son “Mantén la Aspidistra Erguida” —algo que a duras penas consigue el joven y atribulado vate protagonista—, “Días de Birmania” o “Un poco de aire, por favor”, narrada en primera persona por un viajante de comercio gordo y antisolemne con tal acierto, que llega a pensarse que fue escrita por un afable rollizo y no por el flaco y atormentado Orwell. Para los orwellianos, que durante años buscamos con afán y sin éxito “La Hija del Clérigo” en librerías y bibliotecas, su reedición en castellano es una buena noticia.

“La Hija del Clérigo” es, una vez más, un tratado sobre la indigencia en sus variadas formas: frío, hambre, incomprensión, suciedad, cansancio, desamparo en la dura y gélida ¿Gran? Bretaña. Dorothy, la hija del clérigo, es una abnegada chica sin un plan b existencial, con una vida llena de tantas ocupaciones como privaciones. Dorothy desempeña innumerables, extenuantes labores parroquiales, caritativas, domésticas, con absoluta dedicación —esforzándose siempre por estar a la altura de su presunta fe— con absoluta dedicación al prójimo sin recibir emolumento alguno y, lo que es peor, sin siquiera el más mínimo agradecimiento por parte de su pretencioso, exigente y casi menesteroso padre, “delicado con la comida” (Orwell dixit).

Dorothy, que debe hacer frente incluso a los numerosos acreedores de su padre, y que muestra nulo interés por el género masculino, pese a su amistad con el, a todas luces tarambana sin remisión, Mr. Warbuttons, sufre un lapsus (con su sobrecargada agenda de actividades, ni siquiera podría permitirse un colapso nervioso). La primera consecuencia es fácil de imaginar: “Como al cabo de una hora no había vuelto todavía, ocurrió algo espantoso que carece de precedentes, algo que no puede ser olvidado jamás en éste mundo: el clérigo tuvo que prepararse el desayuno”.

Dorothy incursiona en el microcosmos de los outsiders: “pasando a formar parte de esa curiosa tribu —rara, pero nunca totalmente desaparecida— de mujeres que sin dinero hacen esfuerzos tan desesperados por ocultarlo que casi lo consiguen; mujeres que se lavan la cara en las fuentes públicas en el frío del amanecer, que estiran sus vestidos cuidadosamente después de noches enteras sin dormir y que se conducen con un aire tal de reserva y decencia que solo su cara, pálida bajo lo quemado del sol, deja traslucir su condición de menesterosas”.

Leyendo ésta novela de Orwell es inevitable darse cuenta de su actualidad, al narrar los esfuerzos de Dorothy por encontrar trabajo sin ninguna recomendación: misión imposible.

Orwell también trabajó como maestro durante un tiempo, de modo que estaba familiarizado con esa triste clase de colegios privados con carencias de toda índole, reflejados a lo largo de muchas y muy ilustrativas páginas y con la clase de alumnos, en este caso alumnas: “Porque no sabían nada, absolutamente nada, nada de nada, como los dadaístas”.

Dorothy se enfrenta no sólo a toda clase de penurias, sino a un dilema ético, además de al descubrimiento de un axioma: “Comprendía ahora mucho más claramente que antes la importancia del gran mandamiento de la vida moderna —el 11 mandamiento—, que había cancelado todos los demás: “No perderás tu empleo”.

Orwell supo describir en sus obras la manera de vivir y de pensar de sus coetáneos, de manera tan detallada como pedestre (pocas veces, como en este caso, se lee con interés cuántos chelines y peniques se adeuda al carnicero o con qué se cubrían por la noche los recolectores de lúpulo). Y al mismo tiempo, reflexiona sobre la fe o la falta de ella, entre breves y diestros trazos con los que define a la galería de personajes, incluida una vieja chismosa, siempre con algún inesperado rasgo de humor, en el contexto de este mundo triste y enfermo que conoció a fondo como librero, policía, maestro, vagabundo, vendedor de abarrotes o periodista. Puede que esa combinación de asuntos trascendentes e intrascendentes y sus casi proféticos análisis de la sociedad sean los que mantienen la actualidad de su obra.

Dorothy es un personaje inolvidable demás, porque es una rareza en la galería de personajes literarios femeninos de todos los tiempos. ¿Cuántas novelas están protagonizadas por chicas como Dorothy, aparentemente sin relieve, en cuántas de ellas el personaje principal es una vagabunda? Dorothy, con su lucidez de perdedora, sabe que la ética y el sentido de la responsabilidad no cotizan en ninguna bolsa de valores. Y pese a ello, no se inmuta frente a su negro futuro.

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