Allá, como aquí, nosotras también contamos

Por Gabriela Caballero Delgado

Atita levanta el rostro hacia el cielo y desea tanto que la lluvia no solo se confunda con sus lágrimas, sino que pudiese entrar hasta el centro de su alma y lavar allí toda la culpa. Una culpa que la ha impulsado a volver a casa, en busca de cuatro amigas de infancia.  En su corazón de niña y luego de mujer, siempre ha palpitado el dolor de la diáspora y la guerra civil. Las risas de los niños a quienes debía cuidar y las labores a las cuales se entregaba en una casa ajena no pudieron desvanecer las sombras que se aferraron a sus pies cuando salió de Gulu, una ciudad de Uganda en África, con la única tía que le quedaba. Durante diecisiete años, Atita tuvo una cama cálida que la había acogido, aun cuando cada noche tuvo que lidiar con las voces que susurraban junto a su almohada, hablándole de su pasado. Esta era su culpa: cierta comodidad en un mundo menos hostil, mientras existe otro donde las personas van desapareciendo en una espiral incontenible de infortunio y violencia.

Atita es la protagonista de uno de los cuentos que ha escrito Jackee Budesta Batanda y ha sido traducido al español por Federico Vivanco en su libro ELLAS (TAMBIÉN) CUENTAN, antología inédita de escritoras africanas de expresión inglesa que aparece en la editorial Empatía (Argentina), junto a los cuentos de Franka-Maria Andoh, Ayesha Harruna Attah, Melissa Tandiwe Myambo, Zoë Wicomb y Milly Jafta. Muchas ya han ganado importantes premios y sus nombres resuenan en la literatura africana; otras aún se esfuerzan por ser reconocidas como escritoras. No obstante, el estilo narrativo de todas ellas es de alto nivel y sus obras son testimonio de una lucha continua por la libertad, del camino que emprenden las mujeres para escapar de la dictadura, la violencia, la guerra o la pobreza y labrar un futuro mejor para sus familias. 

En este libro se abordan, además, los temas del desarraigo, la discriminación socioeconómica y étnica, las prohibiciones del amor interracial, los conflictos familiares. Y te ofrece vibrantes imágenes de una mujer llorando bajo la lluvia; de niños que duermen en los porches y en las plazas de la ciudad para evitar ser secuestrados; de una madre que camina detrás de una hija a quien no pudo conocer; de dos amantes furtivos que entrelazan sus dedos mientras contemplan en Cape Point cómo se juntan y separan los océanos Índico y Atlántico, figurando una línea zigzagueante donde las dos aguas rugen y se apalean encabritándose para hacer prevalecer sus identidades…

Entre todas las mujeres que habitan este libro, hay una que lleva a dos niños: el mayor sostiene su mano y el pequeño se aferra a su espalda. Huyen de la guerra civil en el continente africano y deben atravesar más de cinco países para hallar un lugar que les asegure salvar sus vidas. Su camino es largo y se extenderá por casi dos años en los cuales la madre afrontará alguna que otra violación a cambio de un plato de comida, un cobertizo en el cual dormir o un trabajo como jornalera. Esta mujer es absolutamente real y la mirada vacía de sus hijos también. Federico Vivanco, sentado junto a ella en otro continente, específicamente en la oficina de Asilo y refugio del Ministerio del Interior de España, traduce sus palabras del inglés al español, y otra vez se abrazará a los versos de Mario Benedetti, cuando en su poema “Hombre preso que mira a su hijo” dice: “Aquí lloramos todos (…) Llorá, pero no olvides”; porque, en ocasiones, únicamente el arte puede preservarnos del mundo real. El testimonio de esta refugiada forma parte del impulso que llevó a Vivanco a un trabajo de investigación, selección y traducción de varios años que permitió la publicación de este conmovedor libro.

Ningún espíritu humano podría seguir intacto o ser hermoso al contacto con estas historias. Cada personaje, cada emoción, cada palabra se queda con nosotros enfrentándonos a descubrir quiénes somos: si el viento que sabe ir a donde quiera o la arena que solo puede ser soplada por el viento. Al voltear la última página, siento que no cerraré nunca este libro; África parecía tan distante, un continente inmenso conformado por cincuenta y cinco países y, sin embargo, por encima de sus miles de lenguas nativas y sus diferencias, se puede palpar toda su humanidad como su dolor, porque son universales.

No son ellas, somos nosotras contando aquí y en todas partes. He salido a la puerta de mi casa, pero en Tacna, ahora no hay lluvia que pueda lavar las culpas; solo el sol naciente y poniente que recortan mis ojos húmedos, mi corazón apretado, mientras escucho campanas que se doblan y nunca más preguntaré por quién. Tengo a flor de piel una Alina Reyes, que, como en el cuento “Lejana” de Cortázar, exclama: “Anoche la sentí sufrir otra vez. Sé que allá me estarán pegando de nuevo”.

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