Cuento: “Futuro incierto”

Por José Bautista

No nos faltaron ejemplos, buenos y malos, en aquel tiempo cuando decidimos iniciar nuestros propios robos. Mi tío, por ejemplo, era conocido en la familia no solo por fumón y coquero sino por los recordados atracos que lo pusieron en una celda en el penal de Lurigancho, hace tres años. El Cocinita, en cambio, tenía la televisión nacional y los puestos de periódicos de la esquina, donde desfilaban los hurtos millonarios, los sobornos y mafias del gobierno.

Así influenciados, con algo de suerte y cinismo, entrabamos en las residencias de playa que los veraneantes dejaban desocupadas cuando las vacaciones de verano terminaban.

El vigilante, un viejo medio ciego y sordo llamado Casimiro, no se daba abasto para resguardar toda la residencial. Así, protegidos por la noche tirábamos muro sin preocuparnos del perro al que habíamos sobornado con un trozo de carne o con alguna conserva que encontramos en los aparadores.

El Cocinita era ágil. Trepaba los muros como un lagarto. Yo lo seguía por los alambres de púas y los vidrios, con apenas algunos rasguños.

Ese año hubo buena pesca. Encontramos reproductores de música, ropa americana, patines, alguna guitarra, relojes y pulseras que vendíamos en las casas de empeño o rematábamos en la variante. Hasta que al año siguiente cambiaron los alambres y vidrios por cercas electrificadas de mil voltios y mandaron al viejo Casimiro a su casa a terminar de hundirse en la penumbra. Fue remplazado por un cachaco con fusil al hombro, de un metro ochenta, que hacía sus rondas acompañado de un pitbull anaranjado con las orejas recortadas.

Persuadidos por la mandíbula y el carácter del perro, decidimos descansar. Sin embargo, pronto nos faltó el dinero en los recreos donde los demás nos veían como pequeños gánsteres que podían soltar algunos soles por favores insignificantes. Nuestra ropa se fue haciendo gris y sucia, como el invierno que había llegado a rastrillarnos la cara con sus caprichosas lloviznas.

El Cocinita tuvo que recurrir a algo que no le gustaba: robarle con ayuda de un alambre a su abuela los centavos que guardaba ordenadamente en sus siete alcancías. Yo, por mi parte, tuve que volver a trabajar con mi padre los fines de semana en mar abierto.

Estábamos en cuarto año y los quinos se avecinaban. No teníamos trajes formales para las fiestas. Para colmo, una chibola se había templado del Cocinita que hacía milagros para llevarla a los lugares más pobres del puerto, cayendo un día en la locura de pasar una tarde en el cementerio besuqueándose.  Tú si eres maldito Cocina, le había dicho.

Quizás por la falta de plata o porque el Cocinita no era muy querido por ser él mismo, un día lo encontré desparramado entre la papelera y la taza del baño, con la camisa ensangrentada. Lo saqué de allí antes de que algún profesor lo viera en ese estado. Cuando me reconoció me dijo:

¿Dónde está mi diente?

En efecto, le habían volado un diente, en su sonrisa pareja ahora había una ventana oscura. Me explicó que fue Sánchez quien, con otros malditos de quinto año, lo habían dejado así.

A la salida se me ocurrió que el Cocinita podría ir a encarar a Sánchez, pero me dijo que su viejo era algo importante en la Policía y que no quería que lo metieran al calabozo otra vez. Hacia frío.

¿Cuánto vale un diente?

Yo no sabía.

Por qué este ya no se puede pegar, ¿verdad?

Era fácil saber que ese año Cocinita tampoco pasaría a quinto.

Serán unos cien soles, dije.

El Cocinita asintió y se fue rápido, como si esperase encontrar los cien soles en las siete alcancías de centavos de su abuela.

El transcurso de la siguiente semana, el Cocinita anduvo sin diente, lo que era complicado para alguien que siempre andaba burlándose de los demás. Aprendió a hacer un gesto de burla con los labios entrecerrando los ojos y ya no lo vimos sonreír de felicidad.

Una noche, en el malecón Ratti, mientras encendía uno de sus cigarrillos caseros me comentó que ya habíamos descansado mucho, que las alcancías de su abuela estaban casi vacías.

He encontrado una jato ficha.

Se puso a andar como diciendo que lo siguiera. Pasamos por la plaza Grau, saliendo a la última calle del campin. Subimos a oscuras y cuando llegamos a la lomada me señaló una casa de tres pisos con las luces apagadas. Tenía una cochera, tejados en el borde de los muros, lajas en las paredes exteriores y una puerta de madera tallada que nos dijo a mí y al Cocinita que nunca nadie nos invitaría a pasar por ella como no fuera para arreglar el jardín o lavar el auto.

¿Cómo sabes que no vendrá nadie?

Las luces de la calle daban lástima y todo estaba tranquilo.

Porque mi abuela trabaja aquí.

El Cocinita rodeó la casa por la parte más baja. Me hizo la seña de que iba trepar. Lo levanté lo más que pude. Luego, apoyado en el muro, me tendió la mano y subí hasta quedar a su altura. Desde allí se podía ver el viejo reloj de la iglesia, pero en el suelo, dentro de la casa, la oscuridad era una masa sólida.

Cuando terminó el salto, el Cocinita lanzó una pequeña maldición susurrante, mientras se escuchaba un golpe seco. Bajé a toda prisa deslizándome por el muro. En medio de la oscuridad me dijo que se había fregado el brazo, que había calculado mal el borde de la grada.

Ya estábamos allí, teníamos que continuar. Entramos por la ventana y dimos a una sala que apenas se sugería por el alumbrado de la calle. Continuamos por las habitaciones y las linternas nos dejaron ver varios cofres pequeños que contenían aretes, pulseras y collares. Alguno de ellos debía de tener valor no fantasioso. Buscamos en los cajones. El Cocinita halló un sobre hermético con billetes. No eras los típicos billetes de veinte o cincuenta soles que estábamos acostumbrados a ver, sino billetes de cien dólares.

Lo demás eran reproductores, relojes, y otras cosas de poco valor. Todo iba a nuestra bolsa hasta que un sonido ululante empezó a salir de algún lugar. Se hizo más grande atrapándonos y dejándonos inmóviles con nuestras caras estúpidas. Luego el sonido se moldeó en el de una sirena.

Tomamos el costal, lo arrastramos por el pasadizo a toda prisa y terminamos en otra habitación.

¿Tu abuela no te dijo que tenían alarma?

El Cocinita sudaba con una sonrisa estúpida. Volvimos al pasadizo. Esta vez giramos a la derecha y, por las gradas, salimos al patio al mismo tiempo que una puerta tronaba en la oscuridad.

Dejé de tirar del costal y me abracé al muro como un gato a punto de morir. Los brazos empezaron a sangrar por los vidrios sembrados en ese trecho del muro que no había podido ver o que ya no me importaban. Hice un salto a la oscuridad y corrí sintiendo el resollar del Cocinita detrás.

Cuando estuvimos a varias cuadras y el sonido de la sirena había menguado, giré para golpearlo. Pero el Cocinita no estaba allí. A lo lejos, en la casa, las luces se habían encendido. Lo único que se me ocurrió fue dar un giro completo a la manzana y, desde un lugar seguro, ver como sacaban al Cocinita agarrado por un solo brazo mientras el otro colgaba como una rama rota.

En medio del pánico, la única persona que pude recordar para ayudar al Cocinita fue el del profesor Cristóbal Arias, que desde un programa de radio masticaba críticas contra todas las instituciones de la ciudad. El único que nos había mostrado una amistad más allá de los libros. Se puso su abrigo y salió en dirección al centro de la ciudad.

En vano esperé a que el Cocinita llegara a su casa. Regresé a la mía sin poder dormir toda la noche.

Al día siguiente, en el colegio, todos hablaban del Cocinita, que lo habían capturado robando y que tenía un cómplice, pero no se sabía quién era ya que él no había abierto la boca. Mientras ingresaba al local me iba enterando de lo que ya sabía, hasta que una del tercer año dijo en medio de un grupo de amigas:

La casa era de Mishell.

Y me quedé allí parado mucho tiempo pensando en la ventana abierta. Mishell era la chica a la que el Cocinita llevaba a todos esos tristes lugares, que había salido de viaje el fin de semana con sus padres.

Ya no lo volvimos a ver. Algunos decían que estaba en el penal, porque ya era mayor de edad, pero no había repetido lo suficiente el cuarto año. Otros, que se había ido con su padre. Mishell, en cambio, volvió, pero se la veía triste en los recreos sentada sola a la mesa de ajedrez o recorriendo los pasillos con su aura gótica.

Llevaba muchos años buscando al Cocinita, hasta que una tarde lo vi parando autos, uniformado con chaleco fosforescente y un casco de oficial de tránsito. Me estacione cerca. Hice sonar el claxon para que me viera. Dejó la ventanilla que estaba interviniendo y se acercó.

¡Cocinita!

Sus papeles, señor, me dijo, esta es zona rígida.

Pensé que me había equivocado. Sin embargo era su misma cara redonda, su cabello hirsuto y sus brazos fornidos. Terminé por verle el gafete J. Huamán C., el número quince de la lista del colegio.

Pero él sacó su cuaderno de papeletas. Antes de que empezara a escribir, resignado, le dije que estábamos para ayudarnos, jefe. Cómo lo podía ayudar, le pregunté.

Por esta vez un diente, dijo.

Pero no supe si se refería a uno de diez o al precio de su diente en aquel tiempo porque por mi culpa no pudo comprarlo. Me tendió su libreta de normas de tránsito y puse uno de cien, el trabajo de un día. Tomó la libreta e hizo una sonrisa burlona en la que pude ver un diente de oro.

Avanza…

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