No hay vacuna contra el hambre
Por Jorge Turpo Rivas
La Olla Común La Cuarentena surgió con la idea de ser un proyecto alimenticio temporal durante la pandemia, pero tuvo que seguir funcionando por la situación de pobreza de muchas familias en el Cono Norte.
CRÓNICA SOBRE LA POBREZA EN AREQUIPA
La pandemia dejó vecinos comiendo de la misma olla. Dejó hambre. Algo de solidaridad. Desempleo. Lecciones no aprendidas. También muertos a quienes llorar. A Antonia Choquehuanca, especialista en reposteros de concreto y enchapados de mayólica, le dejó un nuevo oficio y un daño irreparable en los pulmones. «Tengo secuelas que no me dejan trabajar bien», dice ella mientras termina la última fila de ladrillos de lo que será la mesa de concreto en la cocina de la Olla Común La Cuarentena, otro legado de la pandemia, donde se sazonan platos a leña y se maceran buenos deseos.
Antonia aprendió albañilería observando a su esposo, un maestro constructor con el que cimentó una familia con cuatro hijos. Ella aprendió curioseando con sus ojos sinceros y luminosos. Sabe enchapar mayólica, reparar tuberías averiadas y pintar paredes con rodillo y brocha gorda. «A lo único que no me atrevo –dice como avergonzada– es a hacer instalaciones eléctricas, me da un poco de miedo, me puedo electrocutar».
Antes del virus había muchas más obras donde su esposo podía trabajar. Era el 2019 y la pobreza en Arequipa se había reducido a un histórico 6%. Después de la pandemia se disparó a 13.7%. Y el hambre se volvió un grito.
«Las cosas se han subido bastante y sólo mi esposo encontró trabajo en estos días», dice Antonia. La cifra fría del INEI da cuenta de que la economía en Arequipa se contrajo 8% el último trimestre. El ‘boom’ de la construcción es una nostalgia. No hay ninguna obra pública importante en ejecución. El gobierno regional tiene tres hospitales abandonados a medio construir y el puente de la autopista Arequipa – La Joya, una obra de más de cien millones de soles, está paralizada desde marzo.
En la inversión privada ocurre lo mismo. No hay ningún gran proyecto en marcha. Ni si quiera un mall o centro comercial como ocurría en el ‘boom’, entre el 2006 y 2010, cuando Arequipa crecía a dos dígitos y por encima de la media nacional. Tía María, proyecto minero de US$ 1400 millones, sigue siendo un anuncio en medio de protestas. Zafranal, otro proyecto minero de US$ 1263 millones, todavía no obtiene todas las licencias para iniciar. La inversión pública en Arequipa es un espejo de lo que ocurre en el resto de regiones del sur peruano donde tampoco hay avances significativos. La única inversión privada importante de los últimos años en el sur, es la mina Quellaveco en Moquegua. El sur en general y Arequipa en particular son como un avión en la pista de aterrizaje al que le falta encender los motores para despegar.
Elena Cruz, fundó la Olla Común La Cuarentena pensando que sería temporal. «Le pusimos ese nombre porque creímos que la abriríamos sólo por unos meses», dice. «Pensamos que después del encierro obligado ya no habría necesidad de la olla común». Pero acabó la pandemia y el desempleo y el hambre siguieron hostigando a los vecinos de la Asociación de Vivienda José Luis Bustamante y Rivero en el Cono Norte de Arequipa.
Muchas madres que se sumaron a la olla común tenían trabajo antes de la pandemia. Ahora no encuentran oportunidades laborales. «Si habríamos sabido que el hambre duraría tanto, le poníamos Olla Común Virgencita de Chapi, para que nos haga el milagro», dice Elena Cruz.
Ella es maestra de escuela primaria. Dejó la docencia en el Valle del Colca, después de veinte años, para que su hija menor acabe la secundaria y su hijo mayor estudie Derecho en una universidad de Arequipa. Es madre soltera y en Bustamante y Rivero abrió la bodega ‘Helen’ con la que sostiene a su familia. En la etapa más dura de la pandemia, los vecinos empezaron a pedirle prestado arroz, azúcar y hasta el pan para el desayuno. «Cada día me pedían más cosas y yo me preguntaba: ¿con qué me van a pagar? si nadie está trabajando». La necesidad de sus vecinos la podía mandar a la quiebra. Tenían que pensar en una alternativa. Así surgió la olla común. «Les planteé organizarnos y cocinar para todos con lo poquito que teníamos en cada casa», dice ella.
Empezaron a pedir donaciones. Elena Cruz llamaba a los noticieros radiales a solicitar apoyo. Ocuparon un lote abandonado al costado de una quebrada. Ahí vivía una familia, pero entró un huaico y arrasó con las paredes. La familia fue reubicada a una zona más segura. Ese lote, de unos 120 metros cuadrados, quedó para la olla común. Ahora tienen tres ambientes de ladrillo y techo de calamina. También un biohuerto que implementaron con ayuda de la ONG El Taller. Siembran lechuga, beterraga, acelga, apio, orégano y otras yerbas que usan para cocinar el menú diario.
Con una pollada, ese ejemplo de la economía solidaria, lograron comprar una cocina industrial de más de dos mil soles, pero siguen cocinando a leña porque subió el precio del gas. «La leña la conseguimos de los vecinos, el gas hay que comprarlo», dice Elena sacando las cuentas. En mayo, para más desgracia, les robaron víveres y utensilios. Los delincuentes forzaron la puerta y se llevaron bolsas de arroz, fideos, harina, azúcar, aceite y conservas. También cargaron con ollas, licuadora, cucharones y hasta las tablas de picar. Tuvieron que pedir donaciones y organizar más polladas para no cerrar. La Cuarentena se convirtió en un espacio simbólico de resistencia.
Elena Cruz, a sus 51 años, no se rindió. Ahora son cerca de cincuenta socias en la olla común y alimentan a 160 personas cada día. Desde hace un año, el Ministerio de Inclusión y Desarrollo Social (MIDIS), les da algunos víveres para sostener la olla. El MIDIS quiere convertir la olla común en comedor popular. Elena Cruz y sus socias, se oponen. «Eso significaría que empecemos a cobrar, porque los comedores populares cobran, nosotros no cobramos nada, sabemos que los vecinos no tienen», argumenta. La pandemia les enseñó que deben aprovechar los momentos en los que la vida se detiene para intentar mejorar el mundo.
Marisol Condori, otra socia fundadora, está convencida de que llegará el momento en que la situación mejore y ya no sea necesario seguir turnándose para cocinar en la olla común. «Todas sabemos trabajar, sólo nos falta la oportunidad», dice ella. Su esposo es un reconocido bordador de trajes típicos del distrito de Cabanaconde en el Valle del Colca. «El turismo no se recupera», dice. «No nos alcanza lo que ganamos con los bordados».
En la pandemia se quedaron sin nada. No había ferias turísticas ni otros eventos donde ofertar sus artesanías. Con cinco hijos que alimentar, Marisol Condori no dudó un instante en apoyar la iniciativa de Elena Cruz. «Espero que la situación mejore, no sé si será con este gobierno, pero al menos deberíamos volver a como estábamos antes de la pandemia», se proyecta.
Luis Miguel Castilla, exministro de Economía, sostiene que la pérdida de productividad generada por la inestabilidad del actual gobierno es lo que provocó el incremento de la pobreza. «Si al interior del gobierno se animan a despojarse de las crisis políticas constantes y la crisis institucional, considero que el país puede retomar el promedio de crecimiento anual de 3%, que es insuficiente, pero es mejor que una contracción económica», dijo para El Pueblo.
Aquella mañana que visitamos la Olla Común La Cuarentena, Marisol Condori se encargó de encender la leña, mientras Elena Cruz, Antonia Choquehuanca y otras cinco madres granearon el arroz y prepararon un revuelto de alverjitas.
En el país de la gran gastronomía, con menús de degustación de mil soles en algunos restaurantes, hay madres de familia que cocinan como una forma de apoyo mutuo. Ellas no son un emprendimiento, son una respuesta comunitaria al hambre.