EL ESCRITOR AREQUIPEÑO MÁS BRILLANTE YA ES INMORTAL

Por Orlando Mazeyra Guillén

«Ha muerto el hombre que me ha hecho soñar como nadie» Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936 – Lima, 2025) ha sido como un padre postizo, un padre literario que me enseñó que uno podía elucubrar historias para vengarse de la realidad, para entrar en entredicho con ella y con su creador: Dios, por supuesto.

Con los libros del Premio Nobel arequipeño entendí —“El pez en el agua”, por ejemplo— que el odio podía ser un combustible decisivo para escribir ficciones. Así cuenta él, descarnadamente, lo que sentía por su padre Ernesto Vargas Maldonado: «Me inspiró odio. La palabra es dura y así me lo parecía también, entonces, y de pronto, en las noches, cuando, encogido en mi cama, oyéndolo gritar e insultar a mi madre, deseaba que le sobrevinieran todas las desgracias del mundo —que, por ejemplo, un día, el tío Juan, el tío Lucho, el tío Pedro y el tío Jorge lo emboscaran y le dieran una paliza—, me llenaba de espanto, porque odiar a su propio padre tenía que ser un pecado mortal, por el que Dios me castigaría. En La Salle había confesiones todas las semanas y yo me confesaba con frecuencia; siempre tenía la conciencia sucia con esa culpa, odiar a mi papá y desear que se muriera para que yo y mi mamá volviéramos a tener la vida de antes. Me acercaba al confesonario con la cara ardiéndome de la vergüenza por repetir cada vez el mismo pecado». Después de leer estas líneas uno comprende que en su novela “La ciudad y los perros”, Vargas Llosa no sólo se parece al Poeta, sino también al Esclavo (y al Jaguar que era ateo, como él en aquellos años leonciopradinos).

Hace una punta de años pude entrevistar por primera vez a César Hildebrandt en su casa de Santiago de Surco. Cuando hablamos de Vargas Llosa, él me dijo que, sin ápice de duda, el novelista arequipeño pasará la prueba del tiempo: «Prevalecerá por lo que hizo, no por el Perú, sino por la literatura. Las tres primeras novelas de Vargas Llosa son universales y son de una calidad extraordinaria, sinceramente. Y, además, es más extraordinario si uno piensa que Mario era un escritor muy mediano cuando empezó, o sea, “Los jefes” es horrible, ¡un libro horrible! Es decir, si uno lee “Los jefes” no puede asociar “Los Jefes” con “La ciudad y los perros”. Es imposible: parecen dos personas distintas, dos estilos distintos. A Mario le ha costado una enormidad aprender a escribir».

—Es un obrero, ¿verdad? —le pregunté.

—Sí —asintió Hildebrandt—, pero es un obrero que se convierte en el arquitecto de Brasilia, es increíble, ¿no? O sea, ¡Vargas Llosa es el albañil más esforzado del mundo! Porque llega a escribir extraordinariamente bien en esas tres novelas. A partir de allí produce industrialmente.

En octubre de 2010, al enterarse de que Vargas Llosa había sido galardonado con el Nobel de Literatura, Hildebrandt anota lo siguiente: «Es cierto que Ciro Alegría había sido grande y Arguedas importante, pero también es cierto que el indigenismo como veta y nostalgia del bien perdido parecía no dar más. Congrains y Reynoso estaban haciendo lo suyo —como antes muchos otros—, pero no cabía duda de que estábamos ante un viajero de otros horizontes. Vargas Llosa quería renovar el lenguaje, retratar al Perú sin compasión, bucear en las miserias humanas que nos emparentan con todo el mundo, romper los cánones del tiempo y el yo narrativo, crear lectores que no leyeran sino que persiguieran sus libros. Y todo lo consiguió muy rápidamente».

Vargas Llosa cuando, en 1973, se aproxima al corazón de Emma Bovary aprovecha para él también exhibirse sin pudicia como lo ha hecho en sus formidables novelas (que son sus autobiografías secretas): la rebeldía de ambos es individual y egoísta; y los dos, contra viento y marea, se atreven a enfrentar a su familia —se casa con su tía política y luego con su prima hermana—, su clase —decide estudiar en la universidad de los «cholos», como la llamaban los miembros de su entorno a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos— y su sociedad (lo consideran un «apátrida», «fracasado», «resentido», etcétera). Para entender a Vargas Llosa podemos releer “La orgía perpetua” y saber cómo fue capaz de dar por finalizado un sólido matrimonio de cincuenta años e ir, como un quinceañero recién enamorado, detrás de una mujer que suele salir en las portadas de las revistas del corazón (esas que criticó con sumo rigor en “La civilización del espectáculo”). Ocurre que él no sólo siempre estuvo enamorado —un amor no correspondido, dice Vargas Llosa— de Madame Bovary; sino que desde que la novela de Flaubert cayó en sus manos quiso ser como ella: «No me resigno a mi suerte, la dudosa compensación del más allá no me importa, quiero que mi vida se realice plena y total aquí y ahora. […] Emma representa y defiende de modo ejemplar un lado de lo humano brutalmente negado por casi todas las religiones, filosofías e ideologías, y presentado por ellas como motivo de vergüenza para la especie. Su represión ha sido una causa de infelicidad tan extendida como la explotación económica, el sectarismo religioso o la sed de conquista entre hombres. Al cabo de un tiempo, sectores cada vez más amplios —ahora hasta la Iglesia— han llegado a admitir que el hombre tenía derecho a comer, a pensar y expresar sus ideas libremente, a la salud, a una vejez segura. Pero todavía, como en los tiempos de Emma Bovary, se mantienen los mismos tabúes —y en esto la derecha y la izquierda se dan la mano— que universalmente niegan a los hombres el derecho al placer, a la realización de sus deseos. La historia de Emma es una ciega, tenaz, desesperada rebelión contra la violencia social que sofoca ese derecho».

La vida y la obra de Mario Vargas Llosa se confunden hasta consubstanciarse y, de este modo, ambas consiguen que el todo sea más que la suma de sus partes. ¿Se puede prescindir de la biografía de un autor para disfrutar (como el que más) de sus ficciones? Por supuesto. No obstante, pertenezco a esa clase de lector que busca los vínculos entre ambos veneros para enriquecer la experiencia y de paso comprender que la intensa experiencia vital del Premio Nobel es una ciega —y, por esto, quizá fanática como muchos de sus personajes más célebres—, tenaz y desesperada rebelión contra la violencia social que sofoca su derecho al placer. Nunca se resignó a su suerte y siempre buscó su felicidad en este mundo a riesgo de ser señalado, denostado y, sin duda, despreciado. No hay (y me temo también que no habrá, aunque espero equivocarme) un escritor peruano que represente de una manera tan convincente lo que pueden conseguir el esfuerzo, la dedicación —terquedad, él le llama— y, sobre todas las cosas, el amor por la libertad. Ingredientes indispensables para que aquel albañil esforzado que terminaba echando a la basura sus primeros cuentos (tal como se cuenta en “La tía Julia y el escribidor”) se terminara convirtiendo en el ambicioso arquitecto de Brasilia. En este aspecto no hay discusión, a menos que prime la mezquindad o cegueras de orden ideológico, que no vienen al caso.

Nunca olvidaré la noche cuando, en la biblioteca regional que lleva su nombre, le puse en las manos “García Márquez: historia de un deicidio” (lo compré en la librería Aquelarre y me tuve que exonerar de un viaje de Año Nuevo a la playa con mis amigos del colegio; jamás me he arrepentido de aquella decisión juvenil) y le dije con un tonito provocador que ese libro era muy importante para mí («la literatura se nutre del chisme», ha señalado él). Vargas Llosa, antes de firmarlo, forzó una sonrisa y me explicó que si para mí era importante entonces ya me podría imaginar lo que era para él aquel mamotreto que le dedicó al genio de Aracataca.

El escritor español Javier Cercas, uno de los más puntillosos lectores de la obra vargasllosiana ha dicho que se pueden considerar obras maestras: “La ciudad y los perros”, “La casa verde”, “Conversación en La Catedral”, “La tía Julia y el escribidor”, “La guerra del fin del mundo” y “La fiesta del Chivo”. Y se pregunta de qué novelista puede decirse puede decirse lo mismo: «En español, quizá de ninguno: aunque haya en nuestra lengua un puñado de novelas comparables a las mejores de Vargas Llosa, que yo sepa nadie ha escrito un conjunto de novelas comparable a ese. Nadie».

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