Un mandamiento nuevo (1° parte)

Por: Dr. Juan Manuel Zevallos.
“Él le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees? Aquel respondiendo dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” (Lucas 10, 26-27)
- ¿Dónde vive Dios?
- ¿Bajo qué expresión se hace evidente el milagro de la creación?
- ¿A quién debemos de amar con todo el corazón, el alma y la fuerza?
- ¿Por qué debería de amar a mi prójimo?
Son preguntas que muchas veces no hallan respuestas en nuestro intelecto y sentimientos acostumbrados a un gozo banal.
La sociedad donde vivimos ha ido construyendo poco a poco dentro de nuestra mente, a lo largo de todos los años que tenemos de vida, un muro para muchos infranqueable, que nos aleja de lo que en verdad somos y que nos invita a contemplar una realidad de la cual somos simples títeres.
Nuestros conceptos mentales muchas veces se asocian a la existencia en un ente creador que se halla más allá de las nubes y esparcido por todo el infinito. Un ser que ha creado todo y que está ausente de su creación.
Dios vive en cada uno de nosotros, en aquellas palabras que emitimos y en aquellas obras que construyen un mundo distinto de bienestar para pocos y de malestar probablemente para muchos.
Aquel Dios que creó la vida, sigue creando el mundo desde aquel primer día, lo crea a través de nuestros ojos, del modo que interpretamos todo aquello que nos rodea y bajo aquel arte magnifico de redefinir todo lo que existe.
Vive en nuestro interior y su aliento de vida, aquella energía que nos permite existir, pensar y creer, es la manifestación más clara de su presencia constante, no en algún lugar remoto del universo sino en nuestro mismo ser.
Dios es amor, y el mayor acto de amor que existe es el hecho de dar vida y cuidar nuestra vida.
- ¿Proteges a diario tu integridad física?
- ¿Has desarrollado estrategias que te protejan de la agresión psicológica que se reproduce constantemente en tu comunidad?
- ¿Elaboras pensamientos constructivos a diario con el fin de vacunarte mentalmente ante la proliferación de la violencia social?
- ¿Has logrado ser consciente de que muchas veces a lo largo del día te sientes mal y que no haces nada por evitar desarrollar dichos sentimientos?
Amar al Señor Dios con todo tu corazón, significa en verdad, amarte con todo tu corazón.
Dios vive en ti y él contempla a diario cada acto que llevas a cabo. Cuando tomas la decisión menos afortunada te contempla y te dice “vamos, inténtalo de nuevo, puedes cambiar de decisión y optar por una decisión más favorable”. Él te habla a diario, es tu conciencia crítica y aquel consejero que nunca se ausentará de tu vida. Busca tu bienestar y te da todas las oportunidades para cambiar, pero “evitamos oírle”.
El tipo de vida que hemos decidido experimentar y seguir se alimenta por la intromisión de ideas ajenas a nuestro ser, ideas que la sociedad de violencia y consumo quieres que cumplas y que muchas veces asumes como dogma abandonando tu verdad.
La verdad más grande, aquella que genere paz y tranquilidad, que nos devuelve a nuestros orígenes y que nos brinda la oportunidad de ser originales, auténticos y sinceros, es aquella que habita en nuestro ser y que nos invita cada día a actuar de un modo constructivo y amoroso para con la criatura más importante del mundo, nosotros.
Pero muchos quizás se pregunten ¿Cómo usted está tan seguro de aquello que dice?
Y yo vengo y te digo ¿Por qué tendría que dudar?
Porque la ciencia se basa en todo aquello que puede ser comprobado. Yo te digo que la ciencia solo tiene una porción de la verdad y que la fe y la esperanza construyen el otro pilar del conocimiento.
Tú ves y crees y dices que algo es cierto. Actúas como el apóstol que duda.
Yo vengo y te digo: si no puedes probar que algo es falso, lo más probable es que sea cierto.
La verdad es un constructo que se elabora día a día. La verdad, a nuestros ojos y ante el desarrollo mental que evidenciamos, será siempre un concepto relativo. Mi verdad actual nunca será igual a mi verdad hace años atrás y lo más maravilloso de todo, que recrea el arte de la creación en mi es que mi verdad será con toda seguridad distinta el día de mañana.
Cada día nos renovamos, en cada nuevo amanecer volvemos a nacer. Somos seres que deberíamos experimentar la mayor dicha del mundo al poder nacer a diario y no nos sentimos contentos con ello. Asumimos la falsa creencia de que somos eternos y que no cambiamos, que día a día somos los mismos seres insatisfechos, irresponsables y prepotentes.
Destruimos con nuestro concepto absoluto de la verdad la vida. Aquel milagro de la creación que se desarrolla constante mente y que no se evidencia en un solo momento y en un solo lugar.
¿Amamos a plenitud a aquel que nace? ¡Claro que sí!
El nacimiento de todo ser nuevo llena de alegría los corazones de la familia cercana a la madre. Con el nacimiento de un bebé, las riñas calman, los conflictos se apaciguan y los rencores se apartan de nuestra mente. El gozo de la contemplación de la vida naciente es un espectáculo único que despierta la mente aletargada y le devuelve la paz y la tranquilidad que siempre debió de tener.
Nos conectamos con el recién nacido, lo acariciamos, le hablamos dulcemente y en nuestros corazones le deseamos lo mejor. Actuamos sabiamente a lo largo de algunos minutos y otros durante algunas horas y luego, de pronto, la magia del nacimiento se diluye, volvemos a ser seres atrapados por el mundo social concebido en la idea de la satisfacción de necesidades insatisfechas.
De pronto nos sumergimos en la desolación de lo constante, nos colocamos en el peor lugar de todos: a la sombra de la muerte.
Desde niños aprendemos a tener miedo a todo aquello que nos rodea y a ciertas experiencias que nos pudieran suceder, pero sobremanera desarrollamos un gran temor a la muerte, a la ausencia de vida.
Desde que tenemos conciencia rechazamos el momento en que la ausencia de pensamiento y de sentimientos se desarrolle en el ser. Adjuntamos a nuestra mente el concepto que eso solo se dará en un tiempo muy lejano, cuando estemos peinando canas y cuando la ausencia de memoria nos libre del suplicio de hacer consiente dicho momento.
Odiamos la muerte y a la vez la amparamos en nuestro actuar diario, desarrollando un discurso ambivalente y contradictorio en nuestro ser. Nos destruimos día a día creyendo que somos inmortales y eternos. Destruimos nuestro futuro y echamos al fuego que consume nuestros sueños y metas cada vez que asumimos el concepto: mi trabajo, mis relaciones interpersonales, mi familia y mis amistades durarán para siempre.
En verdad rechazamos el concepto de amor cada vez que proyectamos dichas ideas, cada vez que las evocamos con supuesta esperanza y cada vez que creemos en ellas.
Nos condenamos a sufrir al no aceptar que todo aquello que existe cada día desaparece y cada nuevo día vuelve a existir.