ENTRE EL DISCURSO, EL PODER Y LA VERDAD
Por Ricardo Lucano.

La frase “si yo lo digo, es porque así es” nos enfrenta a un dilema profundo sobre cómo se relacionan el discurso y la verdad. Aunque afirmar algo con convicción no lo convierte automáticamente en verdad, también existe la posibilidad de descubrir o construir verdades compartidas.

Michel Foucault argumenta que quien tiene el control del discurso puede definir la realidad. Esto significa que no todos pueden imponer su visión como la única verdad: hay jerarquías, contextos y relaciones de poder que determinan qué se escucha y qué se silencia. Decir “porque yo lo digo” no tiene el mismo peso en la voz de un presidente que en la de un campesino, aunque uno de los dos podría estar más cerca de la verdad.

Friedrich Nietzsche, por su parte, sostiene que la verdad es una interpretación, una especie de metáfora que se ha vuelto habitual. Pero ojo: no todas las interpretaciones tienen el mismo peso. Una explicación científica y una creencia sin fundamento no son equiparables, aunque ambas se digan con seguridad.

Y es aquí donde podemos traer un ejemplo cotidiano:

Una madre le dice a su hija que hace frío y que debe ponerse una chompa. La niña responde que no tiene frío. “Pero yo lo digo, y punto”, le responde la madre.

¿Quién tiene la verdad? ¿La madre que actúa desde su experiencia y su autoridad, o la niña que siente su propio cuerpo? Ambos discursos tienen algo de cierto, pero el conflicto muestra que la imposición no garantiza la verdad; solo la impone momentáneamente.

René Descartes nos recuerda que es fundamental pensar antes de hablar; expresar sin reflexión es irrelevante. Hablar desde la autoridad sin dudar, sin razonar, es como construir una casa sin cimientos: puede sostenerse un rato, pero se derrumba con el tiempo.

Ludwig Wittgenstein añade que el significado de las palabras se basa en su uso dentro de una comunidad. Por eso, decir “yo lo digo, y así es” en medio de una reunión académica no tiene el mismo valor que en un almuerzo familiar. El lenguaje, como la verdad, necesita contexto. Porque cuando alguien dice “yo tengo la verdad porque sí”, lo que realmente está diciendo es: “no me interesa lo que tú piensas”.

Como diría Foucault, el problema no es solo quién dice la verdad, sino quién tiene derecho a decirla y quién es obligado a callar. En estos casos, la frase “porque yo lo digo” se transforma en una barrera que justifica la discriminación del “otro”, del “anormal”, del que no entra en la norma. La búsqueda de la verdad no debería caer en un relativismo extremo – donde todo vale lo mismo -, pero tampoco en un absolutismo donde solo una voz se imponga. Podemos situarnos en un punto intermedio, donde las verdades se construyen, se ponen a prueba y se revisan colectivamente.

En filosofía y en la vida cotidiana, no hay una fórmula mágica que valide una afirmación por sí sola. Se necesitan argumentos, evidencia y apertura. No basta con decir, hay que escuchar, pensar, contrastar y sólo después actuar. Y ante afirmaciones categóricas, podríamos responder con calma y firmeza: “¿Y cómo lo sabes?”.

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