El ocaso del verdadero picante

Por: Daniela Santander R.

De la auténtica picantería añeja hoy queda poco.

Las picanterías surgieron como chicherías coloniales donde se expendía chicha de guiñapo y se ofrecían como obsequio pequeños acompañamientos, los llamados “picantes”. Así lo explica Andrea Quevedo Vibert, integrante de la junta directiva de la Sociedad Picantera de Arequipa.

Con el tiempo, estos espacios ganaron protagonismo en la vida social arequipeña, convirtiéndose en centros donde no solo se comía y bebía, sino también se compartía y debatía. En sus mesas se sentaban por igual obreros, artistas, intelectuales y políticos, consolidando su rol como lugares de cohesión social. Por ese impacto cultural y culinario, las picanterías fueron declaradas Patrimonio Cultural de la Nación mediante la Resolución Viceministerial N.° 033-2014-VMPCIC-MC.

Sin embargo, el paso de los años ha hecho que muchas cosas se extravíen. Uno de los elementos más característicos —y en vías de desaparición— es la variedad de picantes: platos de intenso sabor y esencia hogareña como el ají de lacayote, las distintas zarzas, estofados o los guisos propios de la región. En muchos locales estos ya no se sirven como platos únicos, o simplemente han dejado de prepararse.

Otra tradición que hoy parece leyenda es la de ir con una jarra a comprar chicha y recibir un “picantito” de cortesía. En el mundo actual, dominado por la lógica mercantilista, obsequiar un plato de comida —una práctica distintiva de nuestras cocineras— parece inconcebible.

Hoy es común pedir platos “dobles”, “triples” o incluso “americanos”, combinaciones que agrupan varios potajes en una sola porción generosa. Si bien esta costumbre refleja tanto la riqueza gastronómica de nuestra tradición como su adaptación a las exigencias del comensal moderno, también implica la pérdida de los verdaderos picantes como categoría propia.

La picantería arequipeña, más que un restaurante tradicional, ha sido durante siglos un espacio de intercambio cultural, encuentro social, preservación de la identidad regional y muestra de generosidad. Sin embargo, ese legado hoy parece diluirse ante la mirada indiferente de la modernidad. De la picantería tradicional ha cambiado casi todo. Cada vez son menos los locales que conservan las recetas esenciales que por generaciones definieron a estos espacios emblemáticos. Muchas optan por servir únicamente frituras, dejando de lado los guisos.

Picanterías fueron declaradas Patrimonio Cultural de la Nación.

Pero el problema no se reduce al cambio en el menú. La pérdida va mucho más allá: el uso del batán, el sabor ahumado de las cocinas a leña, la chicha fermentada con paciencia y conocimiento. Son características ahora escasas. En muchos casos, el ambiente familiar y bullicioso ha sido reemplazado por orquestas de cumbia, que terminan por sepultar el espíritu espontáneo y cálido que definía a las verdaderas picanterías.

Las picanterías también fueron centros de manifestaciones culturales vivas. Allí no solo se comía: también se celebraba. En esos espacios se revitalizaban expresiones como el yaraví, la pampeña, el vals y la marinera, géneros musicales que resonaban entre platos humeantes y copas de chicha. Al perderse estos elementos, no solo desaparece un tipo de comida, sino también una forma de vivir y compartir la cultura.

Por ello, más allá de su valor gastronómico, la picantería representa un patrimonio inmaterial profundo, uno que requiere no solo reconocimiento legal, sino acciones concretas para su protección. Y surge una pregunta inevitable: ¿la gente aún estaría dispuesta a pedir un picante solo? Nos hemos acostumbrado a las porciones mixtas. Restablecer esta tradición parece una tarea cuesta arriba.

No sabemos qué nuevos cambios azotarán a las picanterías tradicionales y modernas de Arequipa. Pero si no aprendemos a valorar y conservar lo nuestro, lo que quedará será apenas una caricatura de lo que alguna vez fue el alma de la cocina de la Ciudad Blanca. Una postal para turistas y un recuerdo lejano para los arequipeños.

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