LAS FORMAS DE SER INTELIGENTE
Por: Ricardo Lucano

Durante años, nos hicieron creer que ser inteligente era responder rápido en clase, resolver problemas matemáticos con soltura o escribir con buena ortografía. Y claro, quienes destacaban en esas áreas eran premiados, reconocidos, empujados hacia el “éxito”. Pero, ¿qué pasó con los demás? ¿Con los que piensan con las manos, con el cuerpo, con la música, con la naturaleza, o con esa mezcla tan humana de intuición y emoción?

Hoy ya no es novedad decir que hay muchas maneras de ser inteligente. El psicólogo Howard Gardner las llamó “inteligencias múltiples”, y su propuesta fue una pequeña revolución. Nos dijo, con simpleza pero con profundidad, que no todos aprendemos igual, que no todos brillamos en lo mismo, y que eso está bien. Que lo justo, entonces, no es pedir lo mismo a todos, sino ofrecer caminos distintos para que cada quien se encuentre en sí mismo.

Lo curioso es que esta idea, que parece tan obvia cuando la oímos, aún no termina de aterrizar en nuestras escuelas, ni en nuestros hogares, ni en la sociedad. Seguimos midiendo el talento con reglas rígidas: la nota en el examen, la pulcritud del cuaderno, la rapidez para “dar la respuesta correcta”. Y se nos escapa, por ejemplo, ese niño que dibuja como un arquitecto, esa niña que sabe escuchar a todos sus amigos, ese adolescente que baila o juega futbol como si pensara con los pies.

Porque sí, hay muchas inteligencias. Está la lingüística, la de quienes juegan con las palabras; la lógico-matemática, la de los patrones y los números. Pero también está la musical, la corporal, la espacial, la naturalista, la emocional, la intuitiva, la interpersonal, la intrapersonal, y muchas más que aún no tienen nombre, pero que sentimos en la piel cuando vemos a alguien brillar en lo suyo.

Educar no puede seguir siendo entrenar cabezas para rendir pruebas. Educar debería ser reconocer y acompañar talentos diversos, cultivar capacidades distintas, escuchar formas diferentes de mirar el mundo. No se trata de relativizar todo, ni de dejar de enseñar contenidos valiosos, sino de ajustar la manera en que acompañamos el aprendizaje, para que todos y todas puedan crecer desde lo que son.

Y esto no solo va de estilos cognitivos. Va también de sensibilidades, de formas de expresar el afecto, de construir identidad. Hay niñas y niños que se sienten distintos, que no siempre encajan en lo previsto como: inteligencias “pertinentes” o “roles correctos”. Por eso, hablar de inteligencias múltiples no es una moda pedagógica. Es una forma de dignificar a cada persona.

Mirar con otros ojos al que no saca “A” o “AD” en las áreas “principales”, pero tiene un oído privilegiado; al que no memoriza fórmulas, pero es capaz de organizar a su grupo de amigos; al que no es elocuente con palabras, pero entiende la vida cuando cuida plantas o escribe versos.

Hoy más que nunca, el país necesita una educación que no homogenice, sino que potencie. Una educación que enseñe a pensar, sí, pero también a sentir, a cooperar, a crear, a intuir. Porque el presente y futuro no se construye solo con profesionales o técnicos, se construye con todos, porque todos somos inteligentes, solo que no siempre nos han enseñado en la forma que mejor entendemos.

Lo que está en juego es más que el rendimiento escolar. Es la posibilidad de construir un país que valore todos los talentos y los promueva, no solo los que encajan en un examen de conocimientos. Imaginemos una mejor escuela donde se cultive la inteligencia que escucha, la que sueña, la que toca, la que siente, la que organiza, la que transforma. Una escuela que reconozca que la mente humana es diversa, como la vida misma, y que esa diversidad no es un obstáculo, sino una fuente infinita de posibilidades.

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