EL MISTERIO DE LA CRUZ
Por: Javier Del Río Alba Arzobispo de Arequipa

En el evangelio de este domingo, san Mateo nos transmite el episodio en el que Jesús anuncia por primera vez que lo matarían en Jerusalén (Mt 16,21). Nos relata también que Pedro le increpó: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor, eso no puede pasarte!» y Jesús lo reprendió diciéndole, entre otras cosas: «tú piensas como los hombres, no como Dios» (vv. 22-23). En efecto, al igual que los demás apóstoles y discípulos, Pedro esperaba un mesías vencedor, que sometiera por la fuerza a sus enemigos y se encumbrara en el poder. Un mesías, en fin, que los liberara del yugo del Imperio Romano, que tenía sometido a Israel, y les solucionara otros problemas derivados de la vida en este mundo. Dios, en cambio, tenía un diseño más grande: liberar a los hombres del poder del pecado y de la muerte y hacernos partícipes de su vida inmortal. Y Jesús sabía que, para eso, él mismo debía dar su vida por nosotros y que la causa de su muerte en la cruz no era un designio cruel de Dios Padre sino «la gravedad de la enfermedad de la que debía curarnos: una enfermedad tan grave y mortal que exigía toda su sangre» (Benedicto XVI, Angelus, 31.VIII.2008).

El misterio de la cruz sólo se puede comprender desde la consciencia de la gravedad del pecado y de la grandeza del amor de Dios. Lamentablemente, así como Pedro y los apóstoles no lo comprendieron en ese momento, muchísimas personas tampoco lo comprenden hoy. Unos buscan a Dios o acuden a la Virgen María o a los santos sólo para que les quiten el sufrimiento. Otros viven huyendo de todo lo que les pueda hacer sufrir, y si para eso hay que asesinar a un niño por nacer, abandonar a los hijos, explotar a sus semejantes sin pagarles el salario justo o robar a los pobres malversando los dineros del Estado con la corrupción, pues lo hacen…y a la larga terminan sufriendo más porque el pecado engendra la muerte en ellos. Buscar la felicidad donde no está es pensar como los hombres y no como Dios. Y eso nos puede pasar incluso a quienes nos consideramos cristianos. Es como un virus espiritual al que el Papa Francisco llama, con toda razón, «mundanidad» y sobre la cual nos alerta constantemente desde el inicio de su pontificado: «Es triste – decía ya en el 2014 – encontrar cristianos que ya no son la sal de la tierra…su sal perdió el sabor porque se entregaron al espíritu del mundo, es decir se convirtieron en mundanos» (Angelus, 31.VIII.2014).

El episodio del evangelio que estamos comentando termina con las palabras de Jesús a los que le seguían: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará» (Mt 16,24-25). Con estas palabras, Jesús nos enseña el camino de la verdadera felicidad: es haciendo la voluntad de Dios y entregando nuestra vida a los demás por amor, aunque eso nos pueda causar ciertos sufrimientos, que encontramos la verdadera vida, la vida eterna que ya comienza en este mundo y no acaba nunca. Hacerlo supera las fuerzas humanas, pero no la omnipotencia de Dios cuya vida divina podemos recibir a través de la oración, la escucha de su Palabra y la participación en los sacramentos.

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