Cine: Días perfectos
Por Raquel Romero
Mi problema con “Perfect Days” no es estético. Nada que decir sobre el estilo narrativo y la arquitectura visual de la peli. Es lo que se espera: una pieza de orfebrería, la joya de un artesano que lleva 50 años haciendo verdadero cine. ¿Qué es aburrida? ¡Vaya, que sorpresa! Es una peli de Wim Wenders, todas sus películas son, más o menos, aburridas, por eso nos gusta. A ver si ahora “Las alas del deseo” (1987) o “París, Texas” (1984) van a ser “entretenidas”. Ese tampoco es mi problema con esta peli, a mí me encanta que me aburran, sobre todo ahora que todo tiene que ser obligatoriamente divertido. Mi problema con “Perfect Days” es la escena de la hermana y el coche con chofer.
Esa escena me hace sentirme insultada. Me hace ver la película desde una perspectiva de clase (siento utilizar un lenguaje tan duro). Porque me hace replantearme todo lo que he visto hasta ese momento. O sea, ¿resulta que Hirayama (el protagonista absoluto) es un “desertor de clase”, un hijo de las clases dominantes que ha decidido vivir con la plebe y por eso muestra esa especie de orgullo en su trabajo y esa calma zen ante la vida? Vaya, claro, ya me imaginaba yo que para el Wenders que quiso ser sacerdote y acabó rodando una peli sobre ángeles de la guarda en Berlín, los únicos capaces de encontrar el sentido poético de la nada en la repetición son los hijos bien educados de las clases dominantes.
Hirayama no podía ser un “simple obrero manual”, hijo de las clases populares, tenía que ser un qué: ¿un alto ejecutivo de una multinacional que lo abandonó todo después de triunfar y ahora vive así? ¿El heredero de una gran fortuna que renuncia a una vida de lujo superficial para buscar el sentido de la vida? ¿Un genio que sufrió una crisis y ahora intenta recuperar la cordura en una especie de ritual obsesivo compulsivo? Cualquier cosa menos un hombre normal, mayor, solitario, hijo de la miseria, que entiende que la dignidad no tiene nada que ver con su empleo y que su vida no tiene por qué significar nada más que lo que significa el árbol al que fotografía cada día.
Pero parecería que según Wim Wenders, tienen que venir los ricos desencantados y desclasados de las élites a explicarnos a los pobres la belleza oculta de la pobreza. ¡Hasta en eso son mejores que nosotras! Si hubiera una competición por la dignidad de la miseria, la ganarían los ricos. Ellos serían mucho mejores pobres que nosotras. Y nosotras pensando que limpiar la mierda de los demás era una mierda de trabajo y resulta que no, que es el camino del zen hacia la paz interior. Menos mal que nos lo han explicado con una preciosa película con una banda sonora maravillosa.
(Tomado de Sin permiso)