Lección de arte
Por: Willard Díaz

A Lucho Palao me une una viejísima amistad que viene desde nuestra agitada juventud, en los años 70. Nos conocimos en circunstancias entrañables de las que hablaremos algún día, y desde entonces nos hemos encontrado y desencontrado en la vida, conversando, escribiendo, llevando trastos de un lado a otro.

Un día de 1972, que él muy bien recuerda, me pidió sentarme en el fondo de su taller y sacó una tela, la puso en su caballete y empezó a esbozar un retrato. Fue un óleo maravilloso que me obsequió poco antes de irse a Cusco por muchos años. Ese cuadro anda por otras paredes, no lo tengo; pero a fines del año pasado nos sentamos a conversar una vez más. El tema fue el retrato, aunque se convirtió pronto en todos los retratos y hasta los autorretratos del propio Palao. Una lección de arte que aquí me gusta transcribir.

Luis Palao: La condición indispensable del retrato es que se parezca al retratado. Si no, pensaríamos que no es retrato de determinada persona.

Fue un 27 de diciembre de 1972, y ya habíamos tenido muchas inquietudes juntos, tú y yo, lo que me llevó a decir “Willard, te quiero hacer un retrato”. Pero yo no sabía lo que iba a hacer al día siguiente cuando me ibas a visitar a la casa de Miraflores donde vivía temporalmente.

Entonces ese día se empezó por modelar tu cabeza; porque es la única forma de empezar a conocer, modelando, el ritmo que tenía la estructura que yo quería meter dentro del pedazo de tela. Había que modelarla, no se sabe qué ritmo tiene, cómo es la frente, cómo el cráneo, como tienen que entrar rítmicamente las orejas, cómo vienen las prominencias de la nariz, de la boca. Igual que un feto que tiene que estar nueve meses metido en un líquido alimenticio, que en retrato es el carbón ya mezclado con aceite y algo de aguarrás. Modelar, hasta que uno empieza a agarrar el ritmo, lo cóncavo en la frente es convexo en los ojos; el centro de la oreja se empieza a repetir en el centro de los labios.

Una vez modelado, te fui oscureciendo. No te hice posar porque tú tenías una actitud algo agobiada. La luz no la vi, se ennegreció la tela. Se podía ver lo que algunos llaman una transparencia en un negro opaco, muy denso, muy bajo de brillo.

Era lo mismo que una composición musical: la percusión de un bajo; bum-búm-bum-búm; era un ritmo muscular que estuvimos escuchando nueve meses dentro de nuestra madre. Y cuando uno capta el ritmo de otra persona también está escuchando su bum-búm. Y se funden en uno solo. Esos ritmos armonizados nos van a llevar a escuchar el ritmo de la pintura.

Con esta persona que está agobiada, el ritmo es bum..bum…bum…bum. Muy bajo. No es una tesis de anatomía ni una tesis de psicología, lo que pretende hacer es una pintura. A mi manera de ver, primero tenía que ser es una pintura que ocupe ese espacio.

Entonces con ese ritmo se empieza subir a la barba, a la concavidad de los ojos, a ordenar la frente con brocha de cerdo, muy tosco y rápido, con la luz de la puerta esa de la casa de Sanz Peña, al lado del radio donde escuchaba tu programa.

Una vez que se modela eso se empieza recién a hacer las incisiones a los puntos más oscuros: los ojos, las fosas nasales, la comisura de la boca, alguna proyección de sombra en el cuello. Éramos jóvenes. Yo debo haber tenido cerca de treinta años y tú también. ¿A dónde nos mandábamos?, no sé. Estábamos por reproducirnos cada uno con la suya. En ese momento vital ese hombre estaba allí.

Después vendría esa armonía que empieza a juntar todo en ese ritmo. En música sería una sinfonía, pero la tuya era muy baja, ooooo uuu. Ahí los negros se volvían un poco azules, los azules daban cabida a los rojos para volverse violetas, las sombras tendían a los negros con sepias como sombras quemadas.

En la segunda fase, como en una estructura de casa, ya teníamos la zapata y la cimentación, que se iba a levantar con alguna columna, y luego uno espera que venga el color, que venga la luminosidad, por dónde vienen las luces; porque el negro también va a empujar. Es un desafío.

Pero lo importante es que todo el conjunto sea armonioso porque la persona es armoniosa, la vida es armoniosa, la sinceridad con la que uno hace las cosas es armoniosa. Yo no creo en los caprichos ni en las pataletas ni en las cosas antojadizas. Se ha tomado como maestra a la naturaleza, y en la naturaleza todo es armonioso.

Entonces empiezan las luces, ti tú, ti, tí. Y unos cuantos toques en la frente. Y a ver si la armonía cálida iba con las medias tintas o armonías semi cálidas y con las frías de lo oscuro. Lo primero, que plásticamente el retrato sea una pieza pictórica en lenguaje óleo; no estamos ante lenguaje acuarela ni carbón ni nada. Óleo, al aceite, en empaste.

Y ahí había que hacer la expresión, que ya la brocha la dio porque el personaje la dio y uno ha recreado la escena, el personaje. Esos negros y armonías que expresaban los veintiocho años del personaje, sabe Dios con qué pesadillas y temores, él me lo inspiraba. Esas luces antojadizas, mal hechas de repente, sin una gran paleta de colores ni de tubos o pinceles importados.

Y cuando uno cree que ahí queda, se terminó la pintura. Fueron dos horas y media porque llegó la hora del almuerzo. No ha demorado más. Era un apunte sincero de nuestros veintisiete o veintiocho años, dos hombres listos para armar nido, dos que creíamos y creemos en la vida. Lo hicimos y ya, no hay boceto anterior ni la idea anterior ni nada, había que hacerlo ya. Porque la pintura es eso, no tienes ni un segundo para decidir si te embarcas o no te embarcas. El tema es un hombre, pero la impresión es a primera vista; porque imagino que has girado un poco la cabeza o yo me he movido. Estábamos en una habitación pequeña, pero lo importante era lograr esa mancha.

¿Dónde está? Se ha ido. Yo soy un andariego, pero creo que mis cuadros son más andariegos que yo. Sabe Dios dónde irán a parar.

Nosotros creíamos en la vida. Por eso es que se pintó. Si tenemos respeto a la figura humana porque tenemos ideas en la cabeza bien claras, la pintura debe estar hecha con ese respeto, con dignidad. A todos los que he retratado en mi vida siempre los he retratado con dignidad; nunca he hecho una pataleta. Puedo haber encontrado un hombre tirado en el piso, pero no he hecho nada por juzgarlo porque no soy juez. La pintura es pintura y nada más. Si alguien no me inspira dignidad creo que no lo voy a retratar.

Soy de las personas que creen que el Perú, de donde nunca me he querido mover, es un gran país, con grandes personajes. Pero todos los que he pintado no son grandes personajes, son grandes como los simples, son personas que pueden pasar desapercibidas como cientos de personajes. Hubiera querido pintar los treinta y dos millones de peruanos que hay, pero solamente lo que se ha podido se ha hecho. Y basta que me hayan dado cinco minutos o dos horas, yo me las arreglo. Solo necesito dos cartones y un par de papeles.

Willard Díaz: ¿Y tus autorretratos?

Luis Palao: La pintura, en sí, uno la hace para su recreación. Uno quiere su propia contemplación. Cuando alguna vez dio la casualidad de que me vi en un espejo, dije si me voy el espejo tampoco se queda con mi imagen, solo tiene lo que está frente a él. Es una pena, y uno no puede estar como Narciso todo el día mirándose en el espejo.

Uno se pinta en situaciones emotivas, que quiere retener. Hay que trampearle al espejo, poner un lienzo a un lado y copiar lo que está en el espejo. Hacer la mancha de lo que está en el espejo.

Muchos de los autorretratos son miradas al espejo. O me he visto en cualquier parte porque hay vidrios por todo el mundo, y uno se mira reflejado y dice “¿Así soy yo?”. Y uno se re-crea. Momentos en que uno está solo o en buena compañía, o una vez que me pinté con una cruz de Domingo de Ramos.

Por supuesto, en una época de la vida uno se da cuenta que ha puesto mucho las manos, porque es una maravilla tener manos para trabajar. Todo se ha hecho con las manos. Saber que mi padre y mi madre me entregaron a este mundo con dos manos, ya no necesito juguetes, porque con esas dos manos yo me hacía mis juguetes. Con dos manos ya no necesitas que te den ni siquiera dinero. Ni que te den una fruta porque puedes sembrar. Puedes cachuelear. Entonces en muchos autorretratos he puesto las manos, porque con ese par de manos he llegado, no las he pedido. Con ellas no solamente se ha podido sembrar árboles o construir una casa sino levantar una pared. Sé que hay gente que hace maravillas, como esta mesa, esa silla, estucar la pared, poner una teja.

En los autorretratos ahí van las manos.

Es muy probable que cuando uno está en mucha actividad y es muy joven quizás se puso desafiante con un pincel, y quizás con los años ahora uno se pone con las manos cruzadas, como diciendo la obra está concluida, está todo terminado. Quizás se vea que las manos se han gastado más que uno, se han quebrado, y han sido dóciles, porque para pintar tenemos un cerebro que puede concebir una idea, tenemos un corazón que puede concebir una emoción.

Pobrecitos los que usan el cerebro porque va apenas a uno o dos kilómetros por hora. La emoción va a cien kilómetros por hora. Entonces hay que ponerle un poco de velocidad al cerebro y bajarle unas vueltas a la emoción. Pero ahí viene algo; esas dos cosas tienen que dar impulso a las manos, para que recreen lo que el cerebro está concibiendo con su lentitud y la emoción con su vuelo; y la mano tiene que ser obediente. Si pudieran armonizar el cerebro, el corazón y la mano.

Encima de todo eso viene algo: la persistencia, la tenacidad en el trabajo. Ocho, diez doce horas de trabajo diarias. Sin la persistencia no puede haber obra. Las cosas no son fáciles, hay que estar preparado, en todo sentido.

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