LA CASA MUERTA
— Redacción Diario El Pueblo —

Por: Orlando Mazeyra Guillén

Un viaje de vacaciones invita a pensar en aquel indeseable viaje definitivo

Historia sobre viajes y ausencias

—Cuida a tu papá y a tu hermano —te dice, desde una provincia francesa, tu madre que es experta haciendo pedidos imposibles—. Por favor, sé bueno, hijo. Hazlo por mí.

¿Qué era ser “bueno” para ella? Empezar a estudiar el bendito doctorado, no salir de casa, evitar a “mujeres malas”, ir a misa todos los domingos (y acaso comulgar), no votar por “comunistas” y, por supuesto, dejar de beber.

¿Algún día serías capaz de satisfacerla? Sí, quizá. Pero… un día remotísimo. En realidad, no querías que ese momento llegara jamás. Pero ella en noviembre cumplirá setenta años. La cifra te resulta enorme, casi insoportable, sobre todo tratándose de tu madre; pues ella no era eterna y su ausencia de dos meses —de casi tres meses, desde diciembre hasta inicios de marzo— se hacía sentir en demasía, ¿verdad? La casa, sin su fuego vital, estaba muerta. Yerma. Aniquilada.

Tu padre, que había perdido a tres hermanos mayores a raíz de la pandemia, arrastraba una profunda depresión que lo hacía repetir las mismas frases que tu abuelo te soltaba por teléfono cuando eras un mocoso.

—Soy un barco solitario a punto de naufragar —le decía a su sobrina Leticia—. No le importo a nadie. Me siento un estropajo, un estorbo para todos, no le intereso ni a la Martina y me quiero morir.

Sus lágrimas, aunque auténticas, no te llegaban a conmover. Tampoco a tu perra Martina (la mascota de mamá que también andaba deprimida y que, cada vez que sonaba el timbre, corría expectante, soñando con que fuera por fin ella).

—Lo que pasa es que me ha impresionado mucho el viaje de Sara —confesaba él, otra vez a tu prima —. Estoy muy afectado por eso y por otras cosas que tú ya sabes… y que no quiero volver a repetir.

Nadie esperaba el almuerzo, tampoco la cena. Nadie esperaba el desayuno. Nadie esperaba la noche ni tampoco la mañana. Tu madre era la viga maestra de esa casa y tal sentencia estaba fuera de toda discusión. Ella era la única capaz de generar lazos auténticos entre ustedes, los habitantes de ese recinto: tu padre, tu hermano y tú.

El 31 de diciembre, extrañándola mucho, fuiste capaz de acercarte a tu hermano y desearle, después de muchos años, un “feliz cumpleaños”. Él te saludó de mano y te dio las gracias. Fue algo casi protocolar, impostado, poco convincente. Absolutamente innecesario. Un auténtico fracaso.

Cuando aparecieron los roedores en la cocina (la noticia la diste tú una noche, luego de una silenciosa cena, pues viste cómo una rata se ocultó detrás de la cocina), tu padre te invitó a participar de la “cacería”. Sin embargo, tu hermano le dijo —cuando tú no estabas, por supuesto— que él no haría solo. Y lo hizo bien.

Ahora duermes en su cama para sentirte un poco más cerca de ella. Y te haces a la idea de que no volverá jamás. Pero tal panorama te resulta desolador. “Algún día ella se irá para siempre”, te imaginas, “y en esta casa sólo vivirán fantasmas”. De hecho, piensas que tu padre, tu hermano y tú, de alguna manera, ya lo son. Zombis que comparten el mismo techo, el mismo apellido, ¿los mismos rencores y miedos? Y Punto.

—Papá, ¿qué harías si ella muere? —le preguntaste tratando de no sonar antipático ni impertinente.

—Eso no va a pasar… tú mamá ya vuelve en marzo. Hay que tener paciencia nomás, te lo digo yo que soy un impaciente sin remedio… no tengo paciencia para nada.

—Sí, pero algún día morirá, ¿no? Tú también. ¿O acaso no piensas en tu propia muerte?

—Lo hago todos los días —te confesó—. Y sólo le pido a Dios que me permita reencontrarme con mis padres y mis hermanos, ¡los extraño mucho!

—Ese reencuentro es ficción, y lo sabes.

—Déjame vivir mis ficciones que yo no me meto con las tuyas —te dijo de forma tajante.

—La casa se nos hace muy grande sin ella, ¿no?

—Yo la extraño más que tú, eso te lo puedo asegurar.

—¿Y cuando vuelva ya no pelearán?

—No quiero seguir hablando de eso porque vamos a terminar peleando.

A fines de enero, el día 30, una de tus hermanas cumple años y organizan una viodeollamada. A ti no te incluyen, son los costos de ser la oveja negra, el escriba infame y otras cosas peores. Pero tu hermana pide que te conectes y le desees un feliz cumpleaños. Ya llevas algunas cervezas encima. Vas a un baño y te echas mucha agua en el rostro. Te conectas por videollamada. Y allí aparecen tus hermanas, sus parejas y sus hijos. “¿Dónde está mamá?, preguntas algo inquieto y ella por fin asoma y te manda un beso volado:

—Te adoro, hijo.

Cumples con el ritual del feliz cumpleaños y le deseas a tu hermana lo mejor. Cuando ya se van a desconectar quieres decirle que la casa está muerta, que papá llora casi todos los días, que la mascota se ilusiona cada vez que suena el timbre, que la extrañas mucho… pero sólo le alcanzas cinco palabras antes de irte a seguir bebiendo:

—Te amo hasta el infinito.

—Yo hasta más allá del infinito, hijo.

Y, luego, siguen las cervezas y la rutina embrutecedora del “otras dos y nos vamos”. Vuelven las ganas de no regresar a casa. Al menos no a esa casa habitada por fantasmas… como Palacio de Gobierno, ¿verdad?

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