Un recuerdo de los primeros meses de la pandemia

INMUNIDAD DE REBAÑO

En marzo del 2020, el mundo cambió para todos en el Perú: llegó el Covid-19 y la inmunidad de rebaño fue una ficción más.

Carlos Riveros, periodista todo terreno  —pues le fascina perseverar en el error—, te dice que seguramente no te podrá ver la próxima semana. Sin embargo, tiene un plan: «Te invito unas aguas anticipadas por tu cumple, habla».

—Ya, puede ser —le respondes—. Pero ¿dónde?

—Mira, por detrás de mi casa, en Alto Libertad, hay un complejo deportivo donde se pelotea fuerte los fines de semana. Entonces así es la vaina: calladitos nomás entramos y nadie te jode.

—¿Pero no estará cerrado?

—No pasa nada, mano. Allí está todo mi barrio metido. Sobre todo hoy que es domingo. Y después del fulbito viene el «fulvaso».

—A ver —le dices ganado por la curiosidad—, vamos, pues.

Un enorme cartel con letras rojizas reza: polideportivo champions. «¡Qué feo nombre!», piensas mientras observas los rostros de jugadores del Bayern Munich, PSG, Liverpool, Real Madrid y Manchester City. Asoman algunos entrenadores como Guardiola, Zidane, Klopp, Mourinho y Bielsa.

Carlos toca una puerta de metal con la palma de la mano: tres veces, fuerte. Nadie abre. Entonces pega dos chiflidos. «Soy Carlos —dice alzando la voz—: Voy a entrar con una punta más». Abre un joven que frisa los veinte años y te mira con desconfianza. Lleva puesta una vetusta camiseta de Boca (la diez de Juan Román Riquelme). Le hace un gesto a tu amigo como pidiéndole explicaciones.

—Marquitos, él es un amigo: hoy es su cumple —se inventa de buenas a primeras—. Le voy a invitar unas cervecitas y es una punta de confianza.

—Tú no has visto nada —te advierte Marquitos, de mala gana—. No quiero tener paltas con la tombería.

—Ya —le dices mientras ves cinco canchas sintéticas de fulbito colmadas de peloteros sin tapabocas que juegan su propia final de la Copa del Mundo. En un extremo del complejo hay familias enteras jugando al vóley. La distancia social (ya) no existe. Es algo sorprendente. Ni siquiera en los reportajes de la televisión habías visto algo así. ¿Por eso estaremos tan jodidos? ¿Estaban todos locos? Al menos más locos que tú. Era, tal vez, algo peor que las tan mentadas fiestas Covid.

—Carlos, acá hay un huevo de gente —le comentas tratando de atajar tu contrariedad—. Creo que esto es un poco peligroso, mejor buscamos una cantina caleta.

—Mano, acá estás más seguro que en cualquier lado —te dice convencido—. En mi barrio a todos ya nos dio la Covid…

—¿A todos? No me agarres de gil…

—Sí, a todos, como corresponde. Han sido meses duros. Jodidazos. Hemos llorado a nuestros muertos, pero la vida sigue… Este virus de mierda hasta a nuestros gatos los ha matado sin asco.

—¿Los gatos también se han muerto? ¡No me jodas!

—Un montón de mascotas plantaron pico, mi perro no sé cómo ha aguantado. Estaba bien jodido, no abría el hocico ni para comer. Pero ya pasó lo peor, toda la gente que ves jugando ya ha superado esa enfermedad de mierda.

—¿Y no se han podido cuidar un poquito? La inmunidad dura apenas algunos meses.

—Creo que no entiendes nada. Todos vivimos amontonados, nuestras casas son pequeñitas. Algunos vivimos como conejos, ¡parecemos cuyes en jabas, pues! ¿Cómo vamos a guardar la distancia social? Además, si no salimos a la calle a ganarnos unos soles, entonces no comemos. La cuarentena es solo para los que tienen, no para nosotros.

Había algo distinto, difícil de explicar, en sus semblantes. Parecían estar contentos (al menos la mayoría de ellos). Pasaban un buen rato. «Hace cuántos meses que no piso una pelota», recordaste. Te vinieron unas increíbles ganas de jugar un ratito. Y tu amigo se dio cuenta.

—No creo que te dejen, ah —te advirtió de inmediato.

—¿Y por qué?

—No te quieren cagar, a ti no te conocen. Acá en mi barrio todos tiramos para el mismo lado. Entre nosotros nos matamos las pulgas…

—Soy el único visitante entonces.

—Clarín, pero si es en plan chelitas no pasa nada. Ah, eso sí, acá solo venden Arequipeña.

—Carlos, pero si la Arequipeña es horrible. Los mierdas de la Backus la hacen sin cariño hace un huevo de años…

—No hay más, mano: Arequipeña o nada.

Carlos le pide tres heladitas a Marcos y él le entrega un solo vaso descartable. Deprisa haces el pedido:

—Otro vasito más para mí —le indicas.

Marcos asiente y te alcanza otro vaso. Empiezan a beber y el sabor de la cerveza te maltrata el estómago. De pronto, en una reñida pichanga, un señor cae mal, pero el partido sigue como si nada pasara. Cuando la pelota sale por la línea lateral recién detienen el duelo y lo ayudan a ponerse de pie. No podrá seguir y no hay cambios. El arquero los mira como diciendo no queda de otra:

—Carlitos —le dice—, ¿alguno de ustedes nos puede apoyar? Solo faltan diez minutos y vamos tres a tres. Estamos apostando una Arequipeña por mocha.

—Sí —respondes sin pensarlo—. Yo juego.

Te pones de pie y te diriges a la canchita mientras escuchas a Carlos (que intenta disuadirte sin éxito). Hablas con el arquero y le explicas que juegas a la izquierda. Te pone en la defensa. Se reinicia el juego y te pasan el balón al pie. Lo pisas y piensas en todo y a la vez en nada. Armas una pared, pero no estás en el partido. Solo esperas que la inmunidad de rebaño sea una realidad. «¿Será posible?», te preguntas distraído y cuando intentas llevarte a un rival, él te mete un planchazo terrible. El juego sigue. Tú reclamas, pero el rebaño sigue en su nota. Nadie te hace caso, ni siquiera tus compañeros. «Acá no cobramos los fouls —te informa el arquero con un tonito perdonavidas—. Juega nomás y sácate la mierda porque no tenemos plata para pagar las chelas».

DATO

Entonces miras a Carlos y él apenas atina a levantar el vaso. «Salud», te dice a la distancia, medio cachaciento, y sientes que ya eres parte del rebaño, de la inefable manada. Si irrumpe la tombería, esta vez no te ibas a molestar.

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