Las constituciones normativas, nominales y semánticas
Por: Carlos Hakansson – El Montonero

La teoría constitucional recoge una variedad de clasificaciones que nos aproximan a los rasgos principales de una Norma Fundamental. Desde si son, o no, codificadas a la necesidad de procedimientos de consenso para su reforma (rígidas o flexibles); si son parcas o descienden en detalles (pragmáticas y reglamentistas), hasta las más realistas que observan su comportamiento en una comunidad política: normativas, nominales y semánticas; la clasificación propuesta por Karl Loewenstein, más conocida como ontológica, que observa el grado de correspondencia del reconocimiento a las libertades y el debido control al ejercicio del poder.

Las constituciones normativas responden al más alto grado de realización de una comunidad política democrática, cuando su ordenamiento constitucional es vivido tanto por gobernantes como gobernados. Las nominales se ubican en una posición inmediata inferior, pero están en camino de ser normativas una vez producida la plena identificación ciudadana con sus principios y reglas. El “ascenso” de categoría es una cuestión de madurez política, social y cultural que expresa su consolidación. Las semánticas, en cambio, se encuentran varios escalones debajo de las dos primeras, menos que constituciones son estatutos que dicen reconocer unos derechos y límites al poder que no se cumplen en la realidad. Si las normativas reposan en cimientos más sólidos (acuerdo fundamental), las nominales se tornan en semánticas y éstas, con mucho esfuerzo, vuelven a convertirse nominales mediante un proceso de transición democrática (acuerdo procedimental). Lograrlo dependerá del fortalecimiento de la institucionalidad, alternancia, pluralismo político y Estado de Derecho.

Si bien los presupuestos que definen las constituciones normativas y nominales son inmutables, los rasgos de una semántica sí cambian con el tiempo. Cuando Loewenstein propuso su clasificación, sostuvo que las constituciones semánticas pertenecen a regímenes donde el presidente es reelecto indefinidamente y tampoco existe participación política. Unos rasgos que todavía aluden a Cuba y China, por citar dos ejemplos. Sin embargo, como mencionamos, la realidad muestra regímenes que pueden volver una Constitución nominal en semántica por nuevas causales; por ejemplo, un parlamento disminuido en sus atribuciones y prerrogativas clásicas, una oposición dividida y sin liderazgos, el progresivo copamiento de instituciones públicas autónomas por grupos de poder, el subsidio publicitario a la prensa privada y la entrega de bonos con sentido populista. Todas son parte del recetario en los estatutos del siglo XXI para nuestra región y que lo justifican todo, hasta un inconstitucional cierre del Congreso. Nos referimos tanto a los países que mantienen sus constituciones por su arraigo histórico, casos de Argentina y México, hasta aquéllos que convocaron nuevos procesos constituyentes como Bolivia, Ecuador, Venezuela y Chile todavía en proceso, sumando aquéllos que han erosionado sus instituciones tras la instalación de una dictadura como es el caso nicaragüense.

La Constitución peruana de 1993 surgió de un golpe de Estado, pero el Tribunal Constitucional reconoció su plena vigencia iniciada la transición democrática al inicio del siglo XXI, gracias a su numerosa jurisprudencia e inédita alternancia democrática (cinco elecciones generales consecutivas), su camino al nominalismo quedó explícito en la sentencia. Pero desde julio de 2011 vivimos una crisis institucional agudizada por lesivas reformas constitucionales que comprometen lo avanzado: no reelección de congresistas, denegación fáctica de la cuestión de confianza, retiro de la inmunidad parlamentaria, camuflar el transfuguismo por objeción de conciencia, la fragmentación del Congreso y medidas cautelares contra political questions. Un conjunto de acciones propiciadas por intereses particulares y grupos de poder contra la Constitución.

Las constituciones normativas resultan pétreas a pesar de las crisis políticas. La sociedad no discute ni pide su cambio, el acuerdo fundamental y el Imperio del Derecho cumplen su papel. Las nominales necesitan ganar reconocimiento en el tiempo, sus méritos acumulados colaboran en el proceso, de lo contrario descienden hasta volverse semánticas. Para finalizar, entre los ejemplos que puso Karl Loewenstein sobre las constituciones nominales, la Carta uruguaya de 1967 es la única que perdura en el tiempo. Es el fruto de la persistencia y tenacidad de su clase política, para volverse un documento que expresa el compromiso político y jurídico de respeto a unos principios y reglas para las próximas generaciones de gobernantes y gobernados (normativa).

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