EL PAÍS QUE NO FUE, Miguel Ángel Rodríguez, Barba Negra (2022).
Por: Willard Díaz

Bajo la advocación de los dos citados en el Epígrafe, Faulkner, con una verdad literaria: “El pasado no muere; ni siquiera es pasado”; y la de Hayden White, quien en una extensa cita explica la naturaleza de lo real: “Lo real consistiría en todo lo que puede ser verazmente dicho acerca de su efectividad más todo lo que puede ser verazmente dicho acerca de lo que podría posiblemente ser”; la novela de Miguel Ángel Rodríguez Sosa nos propone imaginarias variaciones sobre la historia temprana de nuestro país a partir de la independencia.

Pero es necesario hacer aquí algunas distinciones adicionales.

En los últimos años y bajo la influencia del estructuralismo y la deconstrucción hubo un movimiento hacia la suspensión de los límites entre la Historia —la ciencia de la historia—y la historia, esto es el relato literario contado, con la convicción de que toda representación verbal de acontecimientos era un “discurso”, y que su naturaleza, al decir de White era narrativa.

Pero yo, en cuanto lector académico, gusto de poner por delante de este textualismo al ejercicio de la práctica, y en especial, a la especificidad de la ficción literaria. Para mí, una novela histórica es en primer lugar una novela, esto es, un texto ficcional lúdico, que requiere un convenio de buena voluntad entre el narrador y el lector para sostener todo su aparato no como la representación de algunos hechos del pasado, sea este real o imaginado, sino como una construcción imaginaria que produce un mundo posible coherente en sí mismo, y cuya forma, no cuyo contenido, expresa o plasma de modo simbólico algunas estructuras del pensamiento y de la invención humana.

De todas las especies literarias narrativas, la novela histórica es la más difícil de tratar. Porque su inserción de datos tomados de la Historia en la historia, suele seducirnos con su aparece referencialismo, con su realismo duro.

Tiene razón Mario Suárez Simich cuando afirma en el prólogo de “El país que no fue” que “Sin que la crítica “oficial” haya reparado en ello, la publicación de lo que en términos generales llamamos “novela histórica” es abrumadora en el Perú e inversamente proporcional a los estudios realizados sobre ella”, pero ello quizás, más que un problema de la crítica, sea un problema de las condiciones sociales de la creación literaria en el Perú y, en contraparte, de la lectura. De los lectores.

De hecho, la primera novela importante de Arequipa es la novela histórica “Jorge el Hijo del pueblo” y las últimas, las escritas por Zoila Vega, son también novelas históricas. Al medio tenemos la primera novela importante escrita en el país sobre el pasado incaico, “El pueblo del sol”, de Augusto Aguirre Morales, de 1924, y varias otras que en los años 50 y 60 nos caracterizaron. Algo similar pasa en todo el sur del Perú. Y es verdad, apenas si hay reflexión crítica sobre la persistencia del género; la mayoría de investigaciones se centran en las historias contadas, lo cual es un problema diferente.

“El país que no fue” es una novela contada por un narrador personaje principal, o narrador en primera persona, como también se le llama. Se trata de Mariano Fausto Rivera, nacido en Arequipa en 1807, y convertido por sus dotes personales y su tradición familiar en un amanuense de un familiar con cargos públicos en el convulso país que fue Perú tras la independencia. A los 19 años Mariano viaja a Lima acompañando a su tío Evaristo Gómez Sánchez, y desde su despacho conoce a las figuras centrales de la intriga política de la épica, conoce documentos privados, se embrolla en un romance manipulado y participa sin voluntad en alguna conspiración. Todo en el seno de las confrontaciones entre grupos y facciones que tratan de aprovechar el desconcierto del momento histórico para formar alianzas básicamente económicas con apariencia de ser políticas, y para beneficiar a los partícipes.

El sueño bolivariano del gran país, la necesidad de formar una nación, y sobre todo las posibilidades de la Confederación Peruano-Boliviana, son minados por el crudo interés económico, internacional y nacional, cuyo poder se disimula tras lenguajes libertarios y patrióticos que hoy mismo son parte de nuestros cursos de Historia del Perú.

Volvemos así al traspaso entre Historia e historia. Los primeros comentaristas que he encontrado ven a “El país que no fue” como una crónica histórica, o directamente como una página más escrita con bastante ilustración sobre nuestra Historia patria. Más, si la vemos como un texto ficticio no resulta ser la solución de un enigma que requiere una interpretación que remata en un probable uso político, o una pregunta que pide una respuesta al crítico, o una lección de peruanidad, sino como una forma de lidiar con los discursos oficiales alojados en la Enciclopedia (Eco) que paraliza la lectura del presente a partir de una convención interesada y oficial del pasado.

En este sentido aprecio el valor de esta novela: más que una ampliación o una aclaración o una crónica de los hechos de comienzos del siglo XIX peruano, me parece una metáfora sobre lo que falta en el discurso histórico peruano, una visión creativa que completa los vacíos de nuestra realidad mediocre con “lo que puede ser verazmente dicho acerca de lo que podría posiblemente ser”, como señaló White al comienzo.

Así entiendo, por lo demás, algunos pasajes aparentemente inexplicables o inútiles, como las palabras del comienzo de la novela, el problema subyacente con el padre. Es este quien eligió los dos nombres que lleva el protagonista: Mariano y Fausto. Las primeras palabras de la novela son: “A lo largo de mi vida he usado mi primer nombre, Mariano. Así me hice conocer y me llamo en estas páginas. Fausto es mi segundo nombre y en Arequipa es el que se estila usar en familia. Pero yo detestaba el nombre Fausto”. Es el padre quien le impone el nombre del personaje de Goethe. El nombre, como dice Lacan, nos marca, es la marca a la cual debemos adecuar nuestro yo a lo largo de la vida. Y en este caso, creo, se trata no solo de una disconformidad con la imposición del pasado sino con su falta de coherencia: “Mariano Fausto lo he escuchado siempre disonante pero son mis nombres” dice el narrador. Y hay algo más, después de ponerle el nombre, el padre casi desaparece de la novela. Es el padre ausente cuyo vacío cubre el tío Evaristo. ¿No son estos indicios o síntomas de la esencial contradicción del discurso histórico nacional? ¿De sus faltas de sentido —de dirección— y de su fundamental ausencia de patrocinio?

Me gustó leer la novela en estos términos, y por ellos agradezco al autor.

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