Los funerales de Atahualpa
Por: Cecilia Bákula- El Montonero

Se trata de uno de los lienzos de mayor impacto de la pintura de inicios de la República. Si bien la producción de Luis Montero Cáceres (Piura, 1826 – Callao, 1869) dentro de la tónica academicista es importante, esa obra es la que ha alcanzado mayor relieve y difusión, no solo por la temática, sino por las dimensiones y la propia historia de ese lienzo.

Como muchos de nuestros artistas, Montero demostró desde muy joven un talento especial para el manejo del lápiz y el color por lo que pudo obtener algunos primeros lineamientos en Piura y logró asistir una breve temporada a la escuela de artes que en Lima dirigía otro piurano, Ignacio Merino. Razones económicas lo llevaron por otros rumbos, pero su vocación por el retrato preciosista motivó que hiciera una miniatura del rostro de Ramón Castilla lo que llevó a que, viendo esa habilidad y sus antecedentes, se le concediera una beca para estudiar en la Academia de Bellas Artes de Florencia.

Hacia el año 1851 se encuentra de regreso en Lima y en un posterior viaje de estudios y perfeccionamiento a Florencia, se definirá ya su preferencia por los temas históricos y es allí donde surge la impresionante obra titulada “Los funerales de Atahualpa” trabajado en Florencia entre 1864 y 1867. Inicia su enorme lienzo cumpliendo un encargo del Gobierno del Perú, para que fuera expuesto en la Exposición Universal de París, a donde nunca llegó esta importantísima creación, que más bien, viaja a Lima con su autor, quien para costear los gastos de retorno de sus bienes y sus cuadros, incluyendo este monumental óleo de 420 × 600 cm. y que incluye a una treintena de personajes, ofrecía exponerlo, a cambio de retribución monetaria y lo hizo con inusitado éxito en Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires, antes de que se conociera en Lima. En todas partes captó la atención del público y mereció una muy positiva crítica.

Es así que en Lima recibió también la acogida del público y ello motivó que el autor, en gratitud a la ayuda que había recibido del Gobierno, para solventar a su estadía en Europa, decidiera donar esa obra al Congreso de la República, entidad que le premió con la suma de veinte mil soles. Eran los tiempos del presidente José Balta quien, además, con fecha 26 de octubre de 1868, suscribió una ley mediante la cual se concede al artista y autor de la obra don Luis Montero la medalla de oro del Congreso y un premio pecuniario.

Sin duda, este importantísimo lienzo con treinta y tres personajes perfectamente identificados en sus caracteres individuales puede ser objeto de estudio individualizado y, de hecho, ha sido motivo de importantes análisis. Deseo destacar los trabajos hechos, entre otros, por Nanda Leonardini, docente de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y el libro editado bajo el sello del Museo de Arte de Lima titulado “Luis Montero. Los funerales de Atahualpa”; esta publicación, aparecida en el 2011 bajo la cuidada edición de Natalia Majluf es sin duda el trabajo más completo que se ha hecho, hasta la fecha, respecto a esta singular y destacada obra de arte de nuestra inicial producción republicana.

En dicha publicación, especialistas en cada tema abordan todos los aspectos asociados al estudio del lienzo, incluyendo el delicado y exitoso proceso de restauración que nos permite, hoy en día, disfrutar el poder apreciar esa imponente obra, en las instalaciones del Museo de Arte de Lima pues, se recordará que dicha inmensa obra, inmensa por sus dimensiones y por su complejidad plástica y compositiva, sufrió todo tipo de vicisitudes incluyendo el que luego de ser exhibida en la Exposición Nacional que tuvo lugar en el Palacio de la Exposición de Lima en julio de 1872, permaneció allí hasta 1879, año de la fatídica Guerra del Pacífico, cuando fue tomada como botín de guerra y llevada por el ejército invasor para ser exhibida en el Museo Nacional de la capital sureña hasta que, por gestiones personales de don Ricardo Palma, quien ejercía por entonces la labor de director de la Biblioteca Nacional del Perú, quien había emprendido por entonces una gestión titánica por reconstruir ese centro de conocimiento y cultura, logró recuperar el histórico lienzo que, nuevamente en nuestra ciudad, estuvo unos años en los ambientes de la misma biblioteca limeña.

Quizá me atrevería a recomendar “visitar” dicha obra y observarla muchas veces y cada vez con más detenimiento. El cuadro de Merino es complejo y requiere no solo “verlo”, exige contemplarlo, estudiarlo, mirarlo, entenderlo. El artista, según fuentes de la época, pudo no tener acceso a información muy precisa, sin embargo, tomó algunas pautas de gran importancia como las que obtuvo al recurrir, entre otros, a escritos que pudo tener a su alcance, tal es el caso de la “Historia de la conquista del Perú” de William H. Prescott (1796-1859) que no obstante poder incluir algunos mínimos errores de información puntuales, ha sido considerado como una fuente de valía en la historiografía peruana. De la obra de Prescott y de otra información a la que pudo acceder, es conveniente entender que Montero tomó e interpretó con bastante libertad y lo hizo desde su propia y particular circunstancia, deseando cumplir con el encargo recibido.

Montero quería reflejar el momento de nuestra historia en el que el Inca, rey de estas tierras, dios supremo de los hombres del mundo andino, había muerto producto de la pena del garrote al que fue sometido, no obstante haber cumplido con el ofrecimiento de pagar el sustancioso, rico, pródigo y cuantioso rescate que pactó con Pizarro. El Inca no recibió el perdón de su vida, sino más bien la traición producto de la codicia o del desentendimiento de los valores que se ponían en juego.

Al observar este interesante y complejo lienzo, vemos de inmediato que, de manera voluntaria, el artista coloca una columna, prácticamente en el medio de la escena y así divide el desarrollo de la historia que plasma en dos grandes actos, con personajes claramente diferenciados en ropajes y actitudes. Un grupo permanece casi indiferente a lo que ha ocurrido y ocurre y observa con distancia y no poca frialdad al otro que con gran dinamismo quiere incorporarse al eje de la historia que se plasma en colores vivos, rostros, gestos y actitudes. Y para darle un toque de realismo a la figura de Atahualpa, el artista se sirvió del cuerpo, ya sin vida de su amigo Francisco Palemón, un arequipeño fallecido en Florencia y cuyos rasgos faciales se asociaban con las características andinas.

Luego de una detenida observación de los múltiples detalles, cada uno puede elaborar una propia lectura del cuadro y tratar de leer lo que se plasma en este magnífico lienzo, intentando entender el enfoque que Montero quiso dar de los hechos que narra y el mensaje que él quiso trasladar a las generaciones futuras. Es necesario mirar y no solo ver; se requiere observar y prestar atención a los detalles por mínimos que parezcan pues nada estuvo dejado al azar, ni los gestos, ni la actitud corporal, ni la organización del espacio, ni la vestimenta de los personajes ni, por supuesto, pormenores que no han de pasar inadvertidos como, por ejemplo, el quiebre evidente de uno de los candelabros que rueda por el piso, que, quizá, podría entenderse como una representación del quiebre definitivo de un momento, de un período o el instante en que se apagó una historia.

Gracias al interés que despertó la obra de Merino desde los primeros momentos en que ésta se conoció en Lima a su regreso luego de sus largas estadías en Europa y su fama fue creciendo en nuestro medio, sus cuadros fueron adquiridos por la calidad y el exquisito trabajo en el manejo de la composición, el color y la técnica. Ello ha permitido que hoy en día podamos apreciar obras suyas de excelente factura, que se conservan y exhiben en importantes colecciones públicas del país, incluyendo, por ejemplo, el Museo del Banco Central de Reserva del Perú, la Pinacoteca Municipal de Lima, el Congreso de la República y el Museo de Arte de Lima, entre otros repositorios.

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