El 23 de abril leamos y regalemos libros

EL DÍA DEL LIBRO

Por Orlando Mazeyra Guillén

El sábado te levantas muy temprano. Tratas de darle vuelta de página al desastroso partido de Melgar en Barranquilla. El rival colombiano jugó sin hinchada y en otra ciudad —la calurosa Barranquilla—; sin embargo, los rojinegros no supieron aprovechar varias oportunidades de gol para arrancar al menos un empate de visita. Al final, fue un 3 a 1 a favor del Atlético Nacional.

              Sales a trotar con tu novia antes de desayunar e intentas pensar en cosas agradables y, sobre todo, estimulantes como el Día del Libro. Recuerdas que les aconsejaste a tus estudiantes que regalaran libros el domingo. Lo importante era saber elegir una obra literaria valiosa… y más relevante todavía el saber elegir al potencial lector (o lectora) que la disfrute de cabo a rabo: “Los libros tienen que caer en buenas manos”, les anunciaste.

               A veces te convences de que los mejores libros son los que te invitan a escribir un comentario, un relato o cualquier cosa… pero que te pongan a escribir para mantener la “mano caliente” como aconsejaba Gabriel García Márquez. No obstante, no todos los lectores tienen el objetivo de escribir como tú que, mal que bien, ya sabes —o crees saber— algo del oficio.

               Aprendiste a contar (o intentas contar con suficiencia, ojalá alguna vez, ¡quién sabe!) gracias a los cuentos de Ernest Hemingway (“Colinas como elefantes blancos”, por ejemplo), Oswaldo Reynoso (“Los inocentes”, “En busca de la sonrisa encontrada”, “El goce de la piel”, “Capricho en azul”), Julio Ramón Ribeyro (cualquiera de “La palabra del mudo”), Raymond Carver (“Intimidad”, “Catedral”, entre otros), Onetti (“Bienvenido, Bob” o “El infierno tan temido”) y Cortázar (“Continuidad de los parques”). Pero ésta es sólo la punta del iceberg. ¿Cuánto habrán influenciado en ti las primeras lecturas de la primaria como “Cartas desde la selva” de Horacio Quiroga o “El Principito” de Antoine de Saint-Exupéry? Ambos libros te los regaló tu recordada tía Rosita, la hermana solterona de tu padre que fue bautizada como “Sor Cariche” por tu tío Jorge.

               También recuerdas los libros robados de los estantes y de los escritorios de tu padre: “Los cojudos” de Sofocleto, por ejemplo, fue una auténtica revelación porque en ese entonces, en que tenías menos de doce años, ignorabas que los libros también te invitaban a desternillarte de risa (todavía no habías leído “La tía Julia y el escribidor” o “Pantaleón y las visitadoras”). “El crimen de Challapampa” una versión muy sesgada (habría que decir “interesada”) de Francisco Chirinos Soto te anticipó que el horror y la abyección, la muerte y el desquicio, podían ser la simiente para sondear las simas de la condición humana. “Lo que Varguitas no dijo” de Julia Urquidi era una publicación casi clandestina —no sabías cómo había llegado, desde Bolivia, a las manos de tu padre— que te mostró el semblante sórdido de la traición, porque el amor a veces (o casi siempre) no dura toda la vida.

Las confesiones de la primera esposa de Mario Vargas Llosa son elocuentes, pues su propia sobrina fue la que le quitó el marido: «Cuando íbamos al cine, era una conveniente casualidad, pero casi nunca había entradas juntas; eran siempre Mario y Patricia quienes se sentaban detrás de nosotras. Tenía que sentarse con ella —me explicaba— para decirle qué ocurría en la película, pese a que ella sabía mejor el francés que todos nosotros juntos. Por supuesto que esto me dolía mucho, pero nada decía. No me atrevía a mirar atrás, no por no convertirme en estatua de sal, sino por miedo a ver lo que no quería ver. Mario olvidaba que conmigo había hecho lo mismo cuando en Lima íbamos al cine con su familia, y nos tomábamos de la mano por debajo del asiento».  

               Más adelante, descubriste que los artistas más notables pueden ser, en su vida privada, tan profanos como el más común de los mortales. El desgarrador testimonio de Julia Urquidi sobre el Premio Nobel te dejó muy impresionado: «Una noche, regresaba a casa y oí que me llamaban en voz baja; busqué en la oscuridad del patio; era la dueña de casa que me hacía señas. Llevándome al fondo del mismo me dijo: “Madame, ya no puedo callarme esto. Que su sobrina se vaya de casa; todas las noches, cuando regresa con su marido, se besan en las gradas de la casa; yo los veo desde mi ventana. Usted reemplaza a la madre de estas niñas, no permita esto. Mi hija también los ha visto. Cuando usted se va a trabajar no se olvide de que se quedan solos. Incluso los encontré en un café como dos enamorados. No diga usted que se lo he contado, pero si fuera necesario, no tengo reparos en decírselo a ellos. Es una falta de respeto a mi casa; yo no se la hubiera alquilado para esto”. Usó adjetivos contra Patricia, los que me disgustaron y la hice callar. Le agradecí su supuesta buena intención sin hacer ningún comentario más. Subí a casa, temblaba íntegra, sentía que el corazón se me iba a salir del pecho. Miraba a Mario y a Patricia y no podía concebir tanta mentira: ¿qué les había hecho yo? No me cabía en la cabeza que una chiquilla de quince años pudiera hacerme algo semejante, no me convencía, no podía, me negaba a aceptarlo. No les dije nada, mucho menos de mi conversación con la dueña de la casa. Mario hubiera sido capaz de matar a la pobre mujer. Él nunca lo supo. No hablé con nadie de esto».

               Hay tantos libros que te hubiera gustado escribir: el que Richard Ford les dedicó a sus padres (“Entre ellos”), el que Philip Roth le dedicó a su papá (“Patrimonio: una historia verdadera”) o el que Leonardo Padura le regaló al autor de “El viejo y el mar” (“Adiós, Hemingway”).

               En verdad, a ti no te gustan las listas, pero empiezas a hacer una lista interminable de libros para recordar a esos maestros brillantes como Luis Loayza, Charles Bukowski, Ernesto Sábato, Lucia Berlin, Claudia Piñeiro o Clarice Lispector. La lista se hará muy larga.

               —¿Y qué libro recomendarías, mi amor? —le preguntas.

               —Siempre me ha gustado Bryce —te confiesa—. “El huerto de mi amada”, por ejemplo.

               —A mí más me gustan sus cuentos —le dices—. “Con Jimmy, en Paracas”, ¿te acuerdas que lo leímos juntos en ese hotel que queda por el estadio de Umacollo?

               —Sí, claro. También leímos en ese hotel los cuentos de Sacheri, Rubem Fonseca y Clarice Lispector.

               —¿Te gusta la Lispector?

               —Los que hemos leído de ella abordan temas cotidianos con una mirada muy personal. ¡Son hermosos! A veces siento que ella habla de nosotros.

               —Los libros que hablan de nosotros son los mejores —le anuncias sin pensarlo mucho mientras ella cita de memoria un fragmento de “La montaña mágica” de Thomas Mann.

               —¿Cómo celebraremos el Día del Libro? —te pregunta entusiasmada.

               —Leyendo y haciendo el amor —le respondes—. A veces, simplemente leer ya es hacer el amor.

               El 23 de abril celebremos leyendo (o releyendo) buenos libros con calma, pero también con urgencia, como cuando hacemos el amor. Y tú, para hacer el amor, siempre vuelves a Vargas Llosa… como vuelves al estadio para alentar al Melgar, porque hay amores que duran para toda la vida.

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