La deuda con los museos

Por Cecilia Bákula – El Montonero

Desde hace décadas, el mes de mayo se dedica a celebrar, relievar, festejar al museo como institución fundamental en la sociedad pues no solo custodia y preserva bienes de patrimonio material, sino que también es intérprete de la misma sociedad. Hoy en día, es una institución que resulta fundamental en el proceso educativo ampliado y colectivo, en el entendido de que los ciudadanos completamos y continuamos nuestra educación social, integral, humana fuera de las aulas y en nuestro entorno, y que aprendemos a ser “nosotros” en comunidad, al vernos en la alteridad, al reflejarnos en el otro.

Esa labor de cuidar, mostrar, conservar e investigar la riqueza propia y la del otro son algunas de las funciones más importantes del museo como realidad social, única, valiosa, indispensable y es quizá lo que cada año, precisamente en el mes de mayo, se quiere destacar. Las sociedades más desarrolladas, con población más libre, educada y culta, son aquellas que curiosamente tienen más museos y hacen de la visita a ellos una práctica habitual, parte de la currícula, un evento frecuente en la escuela y una práctica repetida con gusto en la familia y a lo largo de la vida. En esos medios los museos tienen una oferta que atrae; son espacios que convocan y sin pretender ser más que museos –lo que es ya una inmensidad– sirven de muchas maneras a la comunidad a la que están asociados y, sin duda, territorialmente, es imposible medir su extendida influencia.

En un museo no solo se aprende, se goza, se ensancha el alma, el espíritu se deleita, se conversa con los objetos, se aprende del lenguaje de cada exposición. Y sin duda, en un país como el nuestro –rico, riquísimo en patrimonio material, en peruanidad abundante, en infinidad de tradiciones, leyendas, culturas, herencias– los museos deberían estar desbordados de personas ávidas de encontrar en ellos, todo lo que no se encuentra en las aulas y mucho más de lo que a veces aporta la fácil, burda y barata tecnología.

Lamentablemente no es así. Nuestro país tiene una carencia absoluta de nuseos; son muy pocos, contados con los dedos de una mano los que podrían merecer el privilegio de recibir ese nombre y la razón de esa carencia es que no nos creemos nuestra propia riqueza, no nos vemos con seguridad en el espejo de la grandeza cultural. Nos miramos pigmeos en vez de sabernos gigantes y, para colmo de males, es el propio sistema estatal el que se atreve a ningunear la necesidad de tener por lo menos un gran museo nacional; el sistema educativo nacional, malo y deficiente, no se ha dado cuenta que podría –tendría ya que haberlo hecho– respaldar su incapacidad para transmitir amor a nuestra historia y nuestro glorioso pasado si supiera el potencial de un Museo, de una exposición bien estructurada, de una puesta en escena adecuada, de un desarrollo museográfico coherente.

Y en esa carencia dramática, nos encontramos con que el Perú tiene miles de miles de tesoros materiales que son admirados en el mundo entero menos por nosotros sus pigmeos dueños y los encerramos en depósitos, los apretamos en anaqueles, los bloqueamos en bodegas oscuras e inseguras porque es más fácil el no hacer que el coraje de tomar la decisión de lo políticamente incorrecto, pero indispensable frente a la historia: asumir retos.

¿Y cuál es ese reto, respecto a los museos? Poner en marcha el Museo Nacional ya construido en Pachacamac. Puede ser que no sea perfecto; que yo misma no haya estado conforme con algunos aspectos, pero está! Y es una afrenta al país que estando, sea un muerto que casi vegeta; que estando no funcione, que estando no tenga vida y que estando, nuestra sociedad, anhelante de peruanidad, no pueda enriquecer su espíritu mirándose en el espejo de la riqueza que le pertenece.

¿Cómo es que el Perú se puede dar el lujo de no encontrar la fórmula para ponerlo en funcionamiento, rompiendo todas las ataduras administrativas que sea necesario? ¿Es que es imposible dejar de contar con tanto reyezuelo que se cree dueño de su mínimo puesto y es incapaz, por conveniencia, de hacer realidad ese Museo de todos los peruanos? ¿Estamos esperando que haya una desgracia para lamentarnos? ¿Y si la máxima autoridad llega a tener conocimiento de esta realidad y decide crear una Autoridad Autónoma para dar atención y solución a esta realidad urgente, indispensable? O ¿nos vamos a quedar con el elefante blanco vacío para pasar delante de él y llorar como ante el muro de los lamentos del patrimonio material?

Ya el Bicentenario pasó casi inadvertido porque… tenemos tantas pequeñas y tristes explicaciones, pero, por qué no tentar la fortuna para que el bicentenario de la gesta de Ayacucho nos permita soñar nuevamente en grande y podamos empezar a implementar ese espacio, ese Museo en donde el Perú se encuentre, en donde nos veamos en la grandeza, en la diversidad, en el pasado glorioso y en donde entendamos que somos hijos de grandes, cuna de civilización y que estamos en la obligación de mostrarnos, no solo al mundo, sino a nosotros mismos, con el orgullo de nuestra propia esencia diversa.

El Estado tiene una deuda con todos los ciudadanos y abrir con toda la majestuosidad ese Museo Nacional impecablemente implementado es una obligación histórica. Ya no hablamos de costo; hablamos de deuda; hablamos de inversión; hablamos de patria, hablamos de futuro.

En cultura no se gasta; en cultura se invierte, con alegría y esfuerzo y el Museo es per se, la expresión más alta de una sociedad que se mira con orgullo y dignidad. Que el Estado cumpla esa deuda con todos los peruanos, con cada uno de los más de 33 millones de peruanos que somos, debiera ser un clamor popular porque la deuda es y debe ser pagada dignamente, con creces y excelencia.

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