NECESITO PONERME EL ALMA
Por Orlando Mazeyra Guillén
Historias sobre hospitales, suicidas, inyecciones y botellas vacías
—Uno viene acá con el deseo de curarse —comenta un anciano que acaba de salir del hospital Honorio Delgado—, pero vuelve a su casa más enfermo… ¡Con el trato que recibo me están terminando de matar!
Me explica que no le querían dar cita para Psiquiatría porque alegaban que «ya no había cupo» y que «volviera mañana temprano». Sin embargo, su médico en esos momentos se encontraba en el sanatorio y, además, no tenía pacientes a los cuales atender.
—La doctorita sí está —me cuenta—, pero los miserables de la oficina de Estadística se negaban a darme la cita. Entonces me fui rapidito al consultorio de la psiquiatra y me puse a llorar. Le dije que ya no podía esperar otro día más. Soy un anciano con una fuerte depresión: «No me pueden estar paseando de esta manera», le dije suplicándole que me ayudara.
—¿Y qué hizo?
—Ella misma, como ya me conoce, fue inmediatamente a la oficina a hacer la cola y a decirles a esos ociosos de Estadística que me dieran una cita, ¿no le parece increíble? Y lo peor de todo es que ellos le porfiaban a la propia psiquiatra: «pero ya no hay cupo para hoy, doctora».
En su libro «El médico, la medicina y el alma», Honorio Delgado Espinoza subrayó que los mejores facultativos de todas las épocas desempeñaron su ministerio atentos al «alma de sus pacientes». No obstante, en el hospital que lleva su insigne nombre no tienen noticia de esta sentencia. La deshumanización y el destrato son la moneda corriente. Por ejemplo, una mujer que hace meses se quiere someter a una operación al útero dice que todas las mañanas pide, en el nombre del Señor, que le den una fecha para la intervención y hasta ahora nada. «Ya me hice todos los exámenes que me pidieron, pero me pelotean… en Estadística, se creen los dueños de este hospital».
—¡Ven todos los días con tu banquito, trae tu almuerzo y tu periódico! ¡No te muevas de aquí! —le aconsejan algunas trabajadoras del hospital a la desafortunada mujer—. Los médicos te tienen que ver a diario, insistiendo e insistiendo. No te canses: el que la sigue, la consigue.
—¿Pero por qué tengo que esperar tanto?
—Es que tu médico te tiene que reconocer —le explican en el colmo del despropósito—. Si te ve a diario, entonces vas a ver cómo te va a terminar operando… guagua que no llora, no mama.
Así funcionan las cosas en este centro de salud arequipeño. Un médico, cansado del horroroso manejo del mismo, me dice que plata es lo que sobra, sin embargo no se utiliza adecuadamente. «Este hospital recibe del gobierno un presupuesto de unos veinte millones de soles pero ni siquiera pueden modernizar equipos que cuestan menos de cien mil soles, ¡es absurdo! Entonces a algunos médicos no nos queda más que operar con instrumental de nuestros consultorios privados».
***
—¿Te acuerdas de la mujer que persiguió a los gritos el carro del Lagarto Vizcarra? —me pregunta un amigo que conoce muy bien las entrañas del monstruo.
—Sí, claro —asiento volviendo abruptamente a los años iniciales de la pandemia.
—Su marido estaba siendo atendido en el Honorio Delgado. Ese fue un Hospital Covid. O sea, ¡un verdadero infierno!
—¿Por qué?
—¿No te acuerdas de que en las noticias decían que los enfermos con Covid se tiraban por las ventanas del Honorio?
—Sí, claro. Y fueron varios los que intentaron suicidarse.
Al parecer no huían del virus asesino o de la malhadada pandemia, sino de algo indecible que ocurría dentro del sanatorio.
—En el Honorio, por ejemplo, cuando vino el Lagarto Vizcarra durante la pandemia, al ladito de la entrada todo estaba lleno… pero era pura fachadita nomás porque si te ibas al otro lado, a donde un primo mío tenía acceso, las camas de hospitalización y también las UCI estaban vacías: ¡no había nada de gente!
—¿Esas no son leyendas urbanas?
—Gil, ¿no me crees? Mi primo me dijo que adentro las camas estaban vacías.
***
Leyendas urbanas o no, las imágenes de los suicidas que huían del Honorio Delgado no se me podían ir de la cabeza. ¿Qué pasó dentro de ese hospital durante la pandemia? ¿Algún día alguien lo averiguaría? ¿Y qué ocurre ahora? ¿Querías investigar? Sí, claro. La enfermedades, en mi caso, fueron siempre inesperadas. Desde muy niño odié las vacunas. Una infección viral que marcó mi infancia fue aquella que me inflamó las mejillas —«pareces Quico», me decían mis hermanos burlándose— y me causaba mucho dolor a la hora de alimentarme: las malditas paperas.
—Te voy avisando que no voy a dejar que desapruebes ningún curso por culpa de las paperas —me dijo mi madre sin pestañear—. Mañana mismo voy a conseguir una cómoda carpeta para dos.
—¿Para dos?
—Sí —asintió ella—. Yo te voy a dictar las clases y vas a poner lo mejor de tu parte.
—Yo sólo quiero descansar, mamá —me traté de excusar.
—¿Crees que a tu papá le regalan la plata para pagar tu pensión?
—No, claro que no.
—Entonces vas a descansar muchísimo por las mañanas. En las tardes yo volveré del trabajo con los apuntes que me va a pasar la mamá de tu compañero Eduardo y nos pondremos juntos al día.
—Ya, será como tú dices —acepté derrotado.
—Es por tu bien, algún día lo valorarás.
—Sí, mamá, algún día…
Mi madre cumplió: consiguió una carpeta para dos. Traía los apuntes de todos los cursos y me daba clases de matemática, geografía, física, química, etcétera. Ambos terminábamos muy agotados. «¿Acaso no se cansa de trabajar?», me preguntaba para mis adentros: «¿Quiere tener paperas?». Yo había escuchado que la enfermedad era muy contagiosa. No obstante, mi madre no se dejaba intimidar por ese virus. Así fue que terminó enfermándose. Luego ambos, con el rostro hinchado por culpa de las paperas, seguíamos sentándonos en la carpeta que mamá se había prestado del colegio en el que trabajaba. Gracias a ella no jalé ningún curso aquel año en La Salle.
—Ni enferma se detiene —le comenté a mi hermana—. Es muy brava cuando se trata de estudiar.
—A ti no te exige nada —me aclaró ella como para minimizar las cosas—. Sólo quiere que apruebes. A mí, en cambio, me molesta si no saco veintes.
—No quiero ser como ella —me atreví a decirle, apenas tenía doce años—. No se lo vayas a contar.
—Yo no quiero ser como ninguno de los dos —remató ella refiriéndose a nuestros progenitores—. Apenas pueda, me iré.
—¿Adónde?
—Ya te enterarás —vaticinó y algunos años después cumplió su promesa. Y la admiré muchísimo. Estoy orgulloso de ella. Siempre fue una gran hermana y ahora es una bondadosa mamá. La amo y quiero que lo sepa.
Pero, ¿era pecado decir que uno no quería imitar a sus padres? Para el padre Joaquín, un cura coloradísimo de la Isla de Malta, sí. Por eso me amonestó de inmediato.
—También me imagino cosas —le confesé en la capilla de La Salle—. A veces incluso las escribo.
—¿En dónde están esos escritos?
—Los boté a la basura por temor a que mis padres me descubran porque siempre revisan mis cosas —le mentí para no mostrárselos.
—Bueno, bueno… ¿Y sobre qué cosas escribes?
—Por ejemplo, escribo sobre las botellas de ron Cartavio que hay en la maletera del carro de mi papá… también hay docenas en el patio de mi casa: a cada una le pongo un nombre y le invento una historia. Las lleno con té tibio, luego lo bebo y me imagino que también estoy borracho como papá… Entonces hablo fuerte y digo groserías como él.
—No lo vuelvas a hacer.
—Está bien, padre Joaquín.
Cuando terminé de crecer me olvidé de llenarlas con té y, con el alcohol, todo se puso de cabeza. Nada volvió a ser igual. Este recuerdo lo quisiera arrojar para siempre al mar. ¿Podré?
«El 29 de junio es feriado», recuerdo, de pronto, y sueño con irme ese día a Mollendo. Tiraré botellas de ron vacías en el muelle. Cada botella tendrá un deseo. Al menos espero que se cumpla alguno. Quiero ponerme el alma y quiero ponerle el alma también al hospital Honorio Delgado. Quiero que mamá me perdone por no obedecer y, en vez de ser ingeniero, convertirme en escritor.