EL PERÚ ES UN MANICOMIO
Por Orlando Mazeyra Guillén

Un amargo recuerdo de las elecciones presidenciales del año 2021.

—A ustedes ya no les voy a vender más cervezas —dijo amenazante doña Mauricia.

            —¿Por qué, señito? —le preguntaste sorprendido.

            —Acá no son bien recibidos los que han votado por el comunismo —te dijo fulminándote con la mirada.

            —Espero que usted esté bromeando.

            —Ninguna broma, esto no es un juego. Ese comunista nos va a llevar a la miseria. No entiendo cómo gente instruida como ustedes puede votar por él.

            Ya te tenían podrido con esa monserga. El sonsonete de los cultos versus los incultos, los civilizados contra los bárbaros. Recordaste una lúcida frase de Martín Adán que terminó sacándote de quicio: «En el Perú sólo se puede vivir con cierta cordura en el manicomio».

            —Yo tampoco quiero volver a esta chingana para darle de comer a una fujimorista como usted —le respondiste alzando la voz y más achoradísimo que nunca.

            —¡Lárguense de una vez! —bramó doña Mauricia señalando la puerta.

            Juan se puso de pie y trató de calmarla sin fortuna. Los otros borrachines, sin dudarlo un instante, se pusieron contra ustedes: «váyanse y ya no jodan la pita». ¿Lo hacían por ganarse la confianza de la dueña o porque todos eran naranjas mecánicas?

            —Vamos a acabar nuestras chelas y nos quitamos —dijiste para apaciguar los ánimos.

            —No —retrucó la dueña—. Se me van de una vez.

            —Causa, ¿cómo es? —te dijo un fulano maceteado, desde la otra mesa—, o se borran al toque, o los sacamos entre todos. No queremos roche: ya perdieron.

            Los echaron a los empujones. Cuando por fin cerraron la puerta escuchaste insultos, bravatas y hasta burlas de todo pelaje.

            «Vayan a pedir cerveza a Cuba o a Venezuela», gritó alguien.

            —Creo que tienes que hablar con Maduro —te dijo Juan tomándolo deportivamente.

            —¿Por qué?

            —Porque a partir de ahora nos van a mandar a hacernos parir en Venezuela a cada rato.

            —No te olvides de Nicaragua.

            —Y tú, gilazo, no te olvides del payaso de Vargas Llosa que cada día está más tocadiscos… ya volvió al Mercioco, el lugar que le corresponde, ¿no?

            —Él castigaba a sus personajes siempre de la misma manera: al teniente Gamboa, para ajustarlo, lo mandaron a Juliaca. A Lituma lo transfieren a Junín… seguramente para que se encuentre con Cerrón o para que le ponga las esposas. A Pantaleón lo despacharon a Pomata… que en realidad es un lugar muy tranquilo y hermoso: le llaman el balcón filosófico del Altiplano… allí me enteré que había muerto Benedetti…

            —Cholo, nunca confundas la realidad con la ficción.

            —Pero eso es justamente lo que le está pasando a Vargas Llosa, ¿crees que es tan imbécil como para haberse tragado el cuento del fraude y recibir en su casa a ese tonto de Daniel Córdova? ¿De qué puede hablar con ese gil? ¿De “La verdad de las mentiras” o de la tía Preysler y Porcelanosa?

              —De la revista «Hola»…

            —Mira, recuerdo un libro de Herbert Morote en donde él dice que Vargas Llosa nunca pudo entender al Perú… sobre todo al Perú profundo, por eso nunca entendió a Arguedas.

            —Algo jodido tiene el marqués contra la sierra, ¿no?

            —Sin duda alguna. El andino, para él, es un mundo bárbaro, insoportable, repelente. Vargas Llosa preferiría vivir en Venezuela, Cuba o en Nicaragua en vez de hacerlo en Puno o Ayacucho.

            —No te malees tanto.

            —La autobiografía más auténtica de un escritor son sus novelas.

            —Y tú todavía no has escrito ninguna —te metió un puntillazo a la mala en la canilla.

            —¡Calla, mierda! —le dijiste—. Pareces fujimorista.

            Y de pronto volvió la idea fija, la deuda pendiente: la novela, el vacío, la seca literaria, el desaliento. Durante muchos años La Ramadita fue un refugio (o, acaso, el mejor de los pretextos para no enfrentar los grandes retos de la vida). A partir de ahora habría que olvidarse de esa cantina.

            —La realidad ofende —le recordaste por millonésima vez.

            —Y el trago defiende —remató Juan mientras tú recordaste aquellos amaneceres de Pomata: el lago Titicaca parecía el principio de todo: el mundo, la vida, la ilusión, ¡el Perú! Quizá allí se escondía el verdadero inicio de la novela. Quizá. Alguien te susurró el mensaje inmortal de Martín Adán: “En el Perú sólo se puede vivir con cierta cordura en el manicomio”.

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