“El abrazo del lagarto”
Por Willard Díaz

¿Es posible leer una novela escrita por un psicoanalista sin ver en ella la ilustración de alguno de los principios de su teoría profesional? ¿Es, en este caso, la experiencia del lector una forma de análisis del analista? ¿Se convierte la novela en un discurso de paciente? La historia del psicoanálisis está llena de prácticas de lectura de mitos y novelas, desde la Gradiva hasta “El arrebato de Lol V. Stein”, pasando por las lecturas de Joyce, Faulkner, Proust, los cuentos de Poe, las novelas de Woolf y la de D.B. Thomas; al contrario, la lectura literaria de obras de ficción escritas por psicoanalistas profesionales (hay muy pocas) es poca y pobre. Intentaremos aquí algunas observaciones elementales a propósito de “El abrazo del lagarto”, de Esteban Carpio Muñoz.

La novela narra la historia de un personaje que no sabe lo que quiere, un psicólogo arequipeño que nada más empezar la obra se cruza en un aeropuerto con un amigo de infancia que sí sabe lo que quiere, es un ingeniero electrónico, claro. Nuestro protagonista está casado y tiene una hija, pero no quiere vida familiar; se va a Mollendo en busca de algo que no sabe qué es. Consigue un trabajo que nada tiene que ver con su profesión y lo abandona, luego consigue uno que sí tiene que ver con su profesión y también lo abandona, etcétera. Contada en tono realista por un narrador en primera persona y desde su punto de vista parcial, pronto el lector advierte la inconsistencia del personaje y tiene que formarse una opinión propia que le ayude a comprender la historia por aquel contada y buscarle una estructura. Pero llega el final, el capítulo 8, que contiene un sueño y una ensoñación, y la obra se torna enigmática. Los comentarios finales a cargo del narrador personaje, un poco líricos, un poco filosóficos, un poco metaficcionales, tratan de darle un desenlace a la intriga, pero una vez más, será el lector el responsable de la interpretación y del logro (o no) del placer de su lectura.

Hay tres aciertos literarios destacables en esta novela. El primero es la claridad de la escritura, la fluidez de la creación de las oraciones y los párrafos, de los enlaces entre escena y escena, el acierto de las descripciones, el manejo de la prosa. El segundo es la construcción del espacio requerido para la historia: un Mollendo inerte en el invierno y trivial en el verano, curiosamente dispuesto a las drogas y superficial. El tercero, mejor pagado, es el desplazamiento del centro de la construcción imaginaria de la región: de Arequipa a una ciudad pequeña, a un balneario. Es la primera novela mollendina de buena mano que se escribe.

Una promesa, en suma, que uno quisiera que se cumpla.

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