Un país donde a veces es un lujo ver bien

REFLEXIONES

Por Ricardo Montero

Existe una historia que mi hermana revive en cada reunión familiar. Para narrarla, debe retroceder varias décadas hasta encontrar en su memoria a nuestro hermano menor con 8 o 9 años, edad en que le diagnosticaron una aguda miopía. Desde entonces usa anteojos que, por su naturaleza de niño travieso y su talento para el fútbol, estropeaba con frecuencia.

Mi padre trabajaba en el almacén de un banco que ya no existe, un edificio enorme con olor a humedad y papeles viejos. Pero no le bastaba un solo ingreso. Por eso, al salir del trabajo, se ponía al volante de su Chevrolet Biscayne y ofrecía el servicio de taxi. Lo hacía no solo para completar el presupuesto familiar y darnos una vida digna, que incluyera algún capricho caro. También, claro, para reponer los anteojos que mi hermano rompía con la regularidad de quien vive intensamente su infancia.

La historia podría quedar en una anécdota, pero los datos nos devuelven a la realidad: La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que en el país existen alrededor de 300 000 personas con discapacidad visual severa, y más de 160 000 son ciegas. El INEI precisa que la cifra sube a 801 000 si se toma en cuenta a quienes presentan limitación para ver permanentemente, incluso con anteojos. Solo un tercio de ellas cuenta con algún tipo de seguro. El resto enfrenta barreras para acceder a atención médica especializada. En otras palabras, ver bien en el Perú a veces es un lujo.

Un informe de Unicef revela que las familias de las niñas, niños y adolescentes con deficiencias visuales permanentes y que requieren de poco apoyo, como dispositivos de asistencia o ayuda de una persona para actividades diarias, deben enfrentar un gasto mensual de aproximadamente 1 863 soles. Sin embargo, si las necesidades de apoyo son altas y requieren cuidados constantes, este costo se eleva a 3 181 soles.

Con tanta gente enferma, el mercado de anteojos crece. Un estudio de la empresa EMR estima que el mercado de gafas en el Perú alcanzó un valor de 295 millones de dólares en el 2024. Pero esa expansión envuelve una paradoja: más ventas no siempre significan más acceso a la salud. Son miles los que en el país no pueden ver con nitidez por falta de atención o recursos.

Mi hermano creció mirando el mundo a través de cristales siempre rotos, pero no dejó de buscar nitidez en lo que hacía y a aprender a enfocar lo esencial. Mi padre, en cambio, no necesitó lentes para ver clara la realidad: sabía que debía seguir conduciendo su auto para adquirir los anteojos del infante.

Hoy, mi hermano ya no corre tras la pelota, ahora impulsa ideas en la academia y las ejecuta en el mundo laboral. Ha logrado mucho pese a la miopía, o tal vez gracias a ella, porque lo empujó a mirar más de cerca lo que otros apenas intuyen. Este texto es un guiño a ambos: a quien aprendió a mirar con profundidad, y a quien le enseñó a hacerlo sin palabras.

Deja un comentario