Embarcación de “El Chapo” Guzmán perdió su aura criminal en mar de Ilo

Por Jorge Turpo R.
La embarcación del narcotraficante mexicano, incautado el 2010, fue desmantelado y luego arrastrado por la corriente algunos kilómetros. El Pueblo llegó hasta la zona para contar su historia: una lección muda sobre la fragilidad del poder y el olvido.
EL TLÁLOC SE OXIDA LUEGO DE SER SAQUEADO
Bajo el sol plomizo de Ilo un espectro de óxido y abandono yace varado en la orilla del distrito de Pacocha: el esqueleto del Tláloc, el barco de Joaquín “El Chapo” Guzmán. No es una postal turística, aunque su presencia imponente en la arena suscite más de una fotografía furtiva. Es un monumento a una paradoja punzante: un navío bautizado con el nombre del dios azteca de la lluvia y la fertilidad, un dador de vida, convertido en vehículo de muerte y ahora, en su decrepitud final, una suerte de arrecife artificial de la desidia humana.
Al ingresar a Ilo por la costanera, se dibujan las chimeneas de la Fundición y Refinería de cobre. A esa vista se sumó esta nueva cicatriz en su paisaje: la embarcación de un imperio criminal desmoronándose ante la mirada impávida del océano.
El Tláloc, azul y blanco en sus días de navegación ilícita, es hoy una paleta de marrones y naranjas, un arcoíris invertido de corrosión que sangra metal en la orilla.
El capitán del Tláloc, Raúl Rosales y los tripulantes mexicanos Isabel Jacobí y Gonzalo Pozo, fueron detenidos en 2010 en esta embarcación, con las manos esposadas, la mirada perdida, mientras la policía antidrogas, en coordinación con la DEA, tomaba posesión de este pez gigante varado con su carga prohibida.
La escena debió ser un triunfo efímero, una medalla brillante en la guerra sin cuartel contra el narcotráfico, cuyo eco, sin embargo, se ha diluido en el óxido persistente de la embarcación.
El nombre Tláloc, «el que hace brotar» o «el que está sobre la tierra» en náhuatl, resuena con una ironía casi profética. El dios que podía traer la vida con la lluvia también era temido por sus tormentas y rayos destructivos.
El mar, que fue su cómplice silencioso en incontables viajes cargados de cocaína, se convirtió en su sepulturero final, arrastrándolo desde el puerto de Ilo, donde llevaba abandonado desde su requisa en 2010, hasta el sector de Patillos en Pacocha.
La historia del Tláloc es también la de una promesa incumplida, de una oportunidad desperdiciada. En 2011, Martín Vizcarra, entonces recién electo presidente regional de Moquegua, solicitó la nave con la noble intención de destinarla a trabajos de investigación para el Programa Nutricional y estudios técnicos de Ingeniería Pesquera de la Universidad Nacional de Moquegua.
Un sueño educativo naufragado antes de zarpar, pues la embarcación nunca fue utilizada para tal fin, generando en cambio denuncias por malversación de fondos y peculado, archivadas años después.
El barco del Chapo, concebido para el trasiego de lo ilícito, ni siquiera pudo servir para un propósito legítimo en su retiro forzoso.
Durante años, el Tláloc languideció en el puerto de Ilo, un monumento flotante a la inacción. Fue saqueado, canibalizado, despojado de sus partes útiles mientras las autoridades parecían mirar hacia otro lado.
La falta de control sobre este bien incautado se erige como un símbolo del abandono general de los controles en el mar peruano.
Este Tláloc moderno trajo destrucción a través de la droga que transportó, y su abandono posterior también generó un impacto negativo, contaminando el mar con su óxido.
No hubo sacrificio humano en su honor, como en la tradición azteca, pero sí un sacrificio de recursos, de oportunidades y quizás, de la confianza en la justicia.

QUIÉN ES EL CHAPO
Joaquín “El Chapo” Guzmán, el hombre detrás de este barco, el líder del Cartel de Sinaloa, tejía una red de poder tentacular que alcanzaba incluso las costas peruanas. Se dice que él mismo estuvo en Lima en 2004, diseñando envíos espectaculares de droga. El Tláloc era solo una pieza, quizás no la más grande, en su vasto imperio de narcotráfico, que incluía aviones, submarinos y hasta drones. Un imperio construido sobre la fragilidad humana, sobre la sed de dinero fácil y la ceguera ante el dolor ajeno, ahora representado por un barco oxidándose lentamente.
Su captura, sus fugas cinematográficas, su juicio y condena a cadena perpetua en Estados Unidos forman parte de una leyenda oscura contemporánea.
Sin embargo, la presencia muda del Tláloc en la playa de Ilo ofrece una perspectiva diferente, una visión terrenal y tangible del final de un capítulo.
Mientras Guzmán cumple su condena en la prisión más segura de EE.UU., su barco, su antigua herramienta de poder, se desintegra bajo el sol peruano.
Hay una belleza extraña en este final. No una belleza estética, sino la belleza cruda de la inevitabilidad. El óxido avanza inexorable, la estructura se debilita, y pronto, el Tláloc será solo un recuerdo borroso en la memoria de los habitantes de Ilo, o quizás, un montón de metal desmantelado. Es el ciclo implacable de la materia, despojando de su poderío incluso a los símbolos más siniestros.

El Tláloc yace en la orilla, una paradoja andante (o mejor dicho, yacente): un barco con nombre de dios de la vida, utilizado para traficar muerte, entregado a la desidia con promesas de vida académica, y finalmente, reclamado por el mar que le dio su nombre divino. Es el triunfo silencioso del tiempo y la naturaleza sobre la ambición y la ilegalidad.
Quizás, en el futuro, cuando el óxido lo haya devorado por completo, y solo queden fragmentos dispersos en la arena, alguien encontrará un trozo de metal corroído y se preguntará sobre la historia de este barco fantasma. Y en ese instante, el Tláloc, despojado de su aura criminal, se convertirá en una lección muda sobre la fragilidad del poder y la persistencia ineludible del olvido. Un recordatorio de que ni siquiera el barco del Chapo Guzmán pudo escapar al implacable abrazo del óxido y la indiferencia.