Cuento: “Lo fácil que es ser Santiago en invierno”

Por José Bautista

El Cocina subió corriendo la cuesta del barrio. Llegó cansado a la esquina donde estaban, resollando:

— Huevasss, ¿a que no sssaben quién llegó?

— ¿Quién? —dijeron ellos.

—El huevas de Benjamín.

—Qué va a ser

—Serio. Me dijo que les avisara y que los lleve a la Mariscal Castilla.

Todos se miraron. El Chere se levantó para ir, el Gato le dio una patada al Haraposo para que se pusiera de pie. Caminando llegaron a la Mariscal Castilla y desde lejos vieron a Benjamín. Fueron a su encuentro y le dieron la mano, todos a la vez, sin dejar de mirarlo.

—Ya no te pareces a ti mismo —le dijeron.

Como todos le hablaban a la vez, Benjamín no podía más que sonreír, asintiendo a todas las estupideces que le decían. Más tarde, pastoreando el pasado, bajaron al malecón Rating y tomaron cerveza, después compraron alguno que otro ron —para el camino— y fumaron mucho, como en los tiempos del colegio. Era pleno invierno. El mar era un gran panteón acuoso por el olor a sal y molusco podridos. A través de ese olor, cruzaron el puente de fierro estrellando botellas, pintando las maderas de palabras obscenas.   

—Qué es de Beatriz —le preguntaron; también por Gloria, por Alejandra. Benjamín recordó otros nombres. Le pareció que sus amigos recordaban al Benjamín que querían recordar, no al que había sido.

—Ya no te pareces a ti mismo —le dijo Cocinita —: te dejaste la barba, te cortaste el cabello, y esa camisa parece de maricón. 

—Ya no te pareces a tus amigos…

Había otro tipo de oscuridad allí donde estaba el mar. En la fila de asientos —cerca del estacionamiento— pusieron otras dos botellas, mezclaron los líquidos y rompieron reír como imbéciles. El mar se levantaba en la oscuridad en grandes olas que destellaban al chocar contra las rocas, con el muelle abandonado debajo del puente.

El Cocinita, en una de sus risotadas, vio bajar a unas personas por el malecón. Pasó la voz a todos. Las caras embrutecidas miraron. Desde donde estaban no podían distinguirlas: aparecían y desaparecían según los conos de luz. ¿Los asaltamos como antes?, murmuró el Chere. Nadie le hizo caso y siguieron mirando. Cuando llegaron al otro lado, y aparecieron bajo la fluorescencia del anuncio de cerveza, el Chere dijo: ¡Ahora sí!

—Cállate sonso —lo amenazó el Haraposo.

Eran cinco. La chica más alta y huesuda venía con un vestido rojo, acompañada de un tipo grueso y mofletudo. La otra parecía a punto de reventar su vestido lila, y su acompañante, un escuálido, hacia todo lo posible por no tocarla demasiado fuerte. Al final venia una chica bajita, suspendida sobre sus zapatos y con vestido negro.  Entonces, entusiasmado, el Cocina terminó diciendo la tontería:     

— ¿Les invitamos algo?   

 —Cállate Cocina, no ves que son pitucos; a lo mejor toman Wiski.  

Los cinco, lentamente, pasaron los tachos de basura donde estaban arrimados. Pasaron los cuatro con brazos en cinturas y hombros, pero la chica del vestido negro, en algún momento, se convenció de algo y vino directo a los cilindros de basura, a Benjamín.  Se detuvo un momento, como si hubiera visto una moneda; levantó la cabeza y se acercó a él con los brazos abiertos

— ¿Santiago? —dijo—.  ¿Santiaguito qué haces por aquí? —. Buscó su mano, lo expuso a la luz del alumbrado público, y lo besó. Así pasaron un minuto, luego tres, hasta que el escuálido y su pareja de vestido lila aparecieron en la playa, al ras de la luz.  La llamaron a gritos por su nombre, pero ella mostró a Benjamín. 

—Miren: aquí esta Santiago.

—No es Santiago —le contestaron ellos.

—Se llama Benjamín —dijo Cocinita.

—Cállate Cocina —le gritó el Chere—, tú no sabes ni cómo te llamas tú.

—Sí es Santiago —aseguró ella y lo volvió a besar, se dejó abrazar y todo. Benjamín le tanteó la cintura. Sus cabellos se enredaban en su lengua. Le quedó en la boca un gusto dulce de vino.   

El escuálido, perplejo, se desprendió del brazo rollizo de su pareja, se acercó y apartó a Benjamín para darle un puñetazo en la cara.  Con una palanca lo tiró al suelo. Desde allí lo obligó a confesar a su hermana si en verdad era Santiago o no. El Gato no hizo nada, el Chere andaba escupiendo, el Haraposo se rascó la cabeza. Cocinita quiso intervenir.

—Deja, Cocina, te van a meter al calabozo.

—Anda, di si eres Santiago —le forzó el hermano.

—Soy Santiago —dijo Benjamín.

La chica del vestido negro le jaló el cabello al escuálido y le gritó que soltara a Santiago. Era un vestido breve el que traía puesto. Desde la posición de Benjamín se veían más allá de las piernas, pero de momento su atención estaba en los zapatos de taco que parecían muy caros. El hermano la hizo a un lado:

—No jodas, Raquel.

Siguió torciendo el brazo de Benjamín mientras le preguntaba si era o no Santiago. Cocinita vio como Raquel llegó hasta el cilindro de basura, se agachó de medio cuerpo con las piernas al aire. Cuando se apoyó en el suelo tenía una botella en las manos. Así, en silencio, se acercó por detrás a la pelea. El Haraposo solo tuvo tiempo de decir en voz alta: ¡Cuidado!, y vieron como la botella se hacía pedazos en la cabeza del hermano. Cayó tendido a un lado, cerca de su pareja que lo vio un instante y salió corriendo en dirección al mar.

Todos se quedaron viendo al tipo. Luego buscaron a su hermana. No la hallaron.

— ¿A dónde vas Benjamín? —gritó Cocinita al ver que se alejaba con la muchacha del vestido negro.  

— ¡Cállate Cocina! —Le reprendió alguien—. No ves que no es Benjamín.

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