La mamá que también se puso los  chimpunes

Día de la Madre en la cancha.

Por: Jorge J.T.

Hay madres que se calzan los chimpunes sin pisar la cancha. Que ganan partidos sin tocar el balón. Que hacen goles con cada sacrificio, con cada consejo, con cada mirada de amor. Ruth Zapata, mamá del defensor del FBC Melgar, Matías Lazo, es una de ellas.

Por años, Ruth Zapata Lovatón no estuvo en la cancha, pero igual sudaba. No hacía goles ni defendía pelotas imposibles, pero igual celebraba y sufría cada partido. Era la que llevaba los chimpunes en la mochila, la que ponía el despertador, la que aplaudía con las manos y también con el corazón. La madre que renunció a su trabajo en un banco para seguir de cerca los pasos de su hijo Matías, sin saber que, algún día, ese niño sería profesional en el club de sus sueños: el FBC Melgar.

“Guardo con nostalgia sus primeros chimpunes. Hoy veo sus fotos de niño y no aguanto las lágrimas”, dice Ruth, y en su voz no hay tristeza sino gratitud. Cada vez que se sienta en la tribuna para verlo jugar, siente que recibe su regalo por el Día de la Madre.

Matías comenzó a entrenar a los cuatro años, en parte porque era un niño inquieto y había que canalizar esa energía. En parte también porque el fútbol, sin que ella lo supiera, ya estaba esperando en la esquina.

Ruth apenas conocía el deporte. No sabía lo que era ‘un fuera de juego’, ni ‘una línea de cal’, ni cuántos minutos tenía un tiempo. Pero sus hermanos sí. Fueron ellos quienes la animaron a seguir ese camino con Matías. Desde entonces, Ruth no solo fue mamá: fue chofer, asistente técnica, barra brava y, a veces, hasta árbitro.

“Hubo tiempos en los que yo me dedicaba a enseñar como instructora de manejo en las mañanas, y por las tardes todo fútbol, a los entrenamientos con Mati”, recuerda.

Casi a la fuerza, como quien aprende un idioma para poder hablar con su hijo, empezó a entender las reglas, los puestos de juego, las estrategias. Y entendió también que el fútbol no era solo un pasatiempo, sino una vocación. Que su hijo había nacido para correr detrás de una pelota, y que ella había nacido para acompañarlo en cada paso.

No todo fue sencillo. Matías no era un estudiante brillante, y Ruth lo sabía. Pero eso no fue motivo para rendirse.

“Lo bueno es que juntos luchábamos con ambas cosas. No fue fácil”, dice, y ese “juntos” es clave. Porque el fútbol, como la maternidad, es un trabajo en equipo.

Cuando Carlos Lazo, su esposo, regresó a Arequipa tras trabajar fuera, el equipo se fortaleció. Ya no era solo Ruth, sino una familia entera empujando en la misma dirección. Luego nació Antonella, y con ella la casa se llenó aún más de gritos, risas y pelotas. Ella también es deportista, sigue los pasos de su hermano, y él los de ella.

Ruth no se ha perdido ningún partido de Matías. Años en la tribuna, sufriendo lo que él sufría en la cancha.

CRECIMIENTO. El amor nunca se acaba, la mamá siempre lo va a besar y abrazar como si fuera un chiquitín.

“Verlo jugar es una felicidad enorme pero también siento una presión en el pecho. Ojalá le vaya bien, que haga goles, que me lo aplaudan, que no lo insulten, mil cosas en la cabeza siempre”. El corazón le late más fuerte cuando lo ve con la pelota. Sabe que hay cosas que no controla, pero igual las siente todas.

Cuando Matías jugaba en la sub-6 del Melgar, las mamás formaban una barra para alentar. “Qué no hacíamos, era una fiesta. Ver a tu hijo jugar es maravilloso, hasta entrenadoras fuimos”, recuerda Ruth. Aquellos gritos infantiles, aquellas primeras corridas torpes, ahora parecen un sueño lejano.

Verlo llegar al primer equipo fue como verlo graduarse con honores en la mejor universidad. Por eso, antes del debut profesional, Ruth lo miró a los ojos y le dijo: “¿Por qué no, hijo? Tú puedes ser profesional”. “¿Podré, mamá?”, respondió Matías. Y ella, sin dudar: “Si te han anticipado eso es porque algo han visto en ti. Así que métele ganas nomás”.

Pero Ruth nunca ha sido una madre complaciente. “Soy una ogra y creo que mi hijo así lo sintió”. No se quedaba con los elogios, también le señalaba los errores. “¿Mami, qué tal jugué?” “Hasta la mierda”, le decía sin anestesia. “Has hecho esto y esto mal. Tienes que mejorar pues, Matías”. Y él, lejos de enojarse, asentía: “Está bien, mamá”.

En casa no había trato especial. Aunque su hijo ya entrenaba como profesional, Ruth seguía exigiendo que lavara platos, hiciera arreglos, limpiara. “No asimilaba que estaba en un nivel distinto. Poco a poco lo entendí”, admite.

Hoy ya no viven juntos. Matías ha ganado su independencia, pero Ruth no ha dejado de ser su guía. Va a su casa, le da consejos, le lanza algún retoque verbal. A veces no lo alcanza para abrazarlo porque ya es más alto que ella. “Mamá, gracias. Si tú no hubieras estado, ten la certeza de que por más que yo hubiera querido, no lo hubiera logrado”, le dijo una vez. Ruth se emocionó, pero también le recordó que el mérito era de todos. “Esto ha sido un trabajo en equipo, de la familia completa”.

Para que Ruth no vaya a un partido, tendría que estar muy enferma. Y, aun así, quién sabe. Su rol no es solo de hincha: toma nota de cada jugada, cada error, cada acierto. “He sentido cómo me lo reprochan a veces. Muchos se olvidan que más allá de los futbolistas hay seres humanos”, dice con una mezcla de indignación y orgullo.

“De su mamá se acuerdan a cada rato, yo lo sé. Matías lo sabe, me lo cuenta. Pero no hacemos caso. A no ser que en algún momento lo agredan, ahí sí que van a conocer a la mamá leona”, dice.

Y ahí está Ruth. En cada partido. En cada grito. En cada abrazo que no se da en público, pero que se queda latiendo por dentro. Porque hay madres que se calzan los chimpunes sin pisar la cancha. Que ganan partidos sin tocar el balón. Que hacen goles con cada sacrificio, con cada consejo, con cada mirada de amor. Y Ruth es una de ellas.

GANADOR. Dedicado a mamá, el amor en las tribunas y en la cancha (Foto: Jorge Jiménez)

Deja un comentario