El futuro de los filósofos

REFLEXIONES

La aspiración por el conocimiento como un fin en sí mismo es ya un acto de optimismo. Generalmente creemos que detrás de esa búsqueda incesante por aprender tiene una condición tal que no requiere justificación más que la nobleza y su aura de ser una razón históricamente suficiente. Entonces, nos consolamos con que el ejercicio de filosofar se autolegitima y, con ello, minimizamos su posible impacto aun cuando se torna en una profesión como cualquiera de las existentes en la formación universitaria. Sin embargo, al formar parte del circuito académico, requiere cumplir los criterios para una institucionalización adecuada y exigente.
Por lo tanto, dedicarse a la filosofía es también una profesión con las formalidades de todas aquellas con las cuales comparte presencia en la universidad. Eso significa que debe haber pasado por los procesos acreditados en los que se justifique su validación. Ello va desde su perfil de ingreso y egreso exigido, un plan de estudios consistente, su malla curricular coherentemente desplegada, sus sílabos organizados como consecuencia de su estrategia formativa. Además, haberlo consultado con sus grupos de interés y, necesariamente, con los escenarios de empleabilidad anhelados. Pero esta descripción suele espantar a los defensores más conservadores que señalan que la filosofía no debería estar sometida a esa burocracia institucional.
Lo concreto es que la estadística indica una veloz y decreciente demanda por los estudios humanísticos en general y poco se está haciendo desde los propios afectados para detener y revertir esa curva hacia la desaparición. Enredado en su vocación abstracta, algunos departamentos de filosofía se han ido alejando extremadamente de los sucesos reales y los requerimientos contemporáneos para anclarse, en muchos casos, en posiciones arcaicas y desfasadas. Sin atisbo de mejora inmediata, las propias comunidades que diseñan y los responsables que toman decisiones están haciendo de este espacio formativo de reflexión profunda y de decodificaciones complejas una actividad despojada de realismo y desconectada irresponsablemente de los intereses y menesteres actuales.
Como consecuencia de ello, el desinterés se acrecienta y la filosofía entra a la zona de peligro de extinción. A ello hay que sumarle el casi nulo interés por mejorar los niveles de empleabilidad para sus egresados, quienes, en una permanente situación de orfandad institucional, tienen que vérselas por sí mismos para vincular su profesión con una oferta laboral que no calza con lo que han aprendido. Entonces, ver la filosofía solo como un reducto humanista es una insensatez, casi una negligencia. La realidad exige una profunda autoevaluación de sus objetivos, pues el mundo avanza inmisericorde y no se detendrá por quienes cultivan la sabiduría.