El alimento de la vida (2° parte)

Por: Dr. Juan Manuel Zevallos.

Nuestro inconsciente destructivo ha marcado nuestras existencias con conceptos vacíos y llenos de una ingeniería mental que solo busca socavar nuestras fortalezas interiores. Adjudicamos al pasado la responsabilidad de nuestro fracaso presente, de nuestra inconformidad y de los errores que llevamos a cabo a la vez que deseamos con todas nuestras fuerzas volver a aquellos años en donde todo era bonito, en donde no había conflictos y en donde todo parecía ser más sencillo.

Hemos llenado nuestra mente de conceptos errados y aun dándonos cuenta en nuestros pequeños momentos de lucidez que es un error dar cabida a tal o cual frase que dictaba nuestra respuesta emocional actual, seguimos creyendo que “estamos aquí para cargar una cruz de sufrimiento”, “que todo tiempo pasado fue mejor”, “solo el corrupto triunfa” y “la riqueza es la fuente de la felicidad”.

El maestro del aprendizaje emocional, a lo largo de su vida evitó cargar todo tipo de sufrimiento y evitó ser esclavo del pasado. Él cargo en verdad una cruz, ya al final de su vida, no como un castigo sino como un acto de entrega por cada uno de nosotros, aun en aquellos momentos de mayor malestar físico secundario al castigo que recibió previamente, su rostro irradiaba tranquilidad y preocupación por el dolor que expresaban aquellos que habían aprendido a quererle. Cuando las mujeres de Jerusalén lloraban por él, les reprendió y luego les pidió que lloraran por ellas, por los hijos que perderían y por aquella ciudad que un día sería destruida. En la cúspide del dolor físico por los latigazos recibidos y de la inconciencia por la sangre perdida, él mantuvo la lucidez para poder hablar y decir a aquel que quisiera escuchar, “valora tu vida y abre tus ojos a lo maravilloso que es la existencia”.

En verdad, el maestro del aprendizaje emocional fue un modelo único de manejo de sus emociones. Buscaba el bien de los demás y a la vez aceptaba todo aquello que le tocaba vivir. En algún momento, conversando con su padre en el huerto le pidió que si era su voluntad cambiara su destino y que si la voluntad del padre era que siguiera ese camino de sangre y dolor que le esperaba, él acepta.

Cuando iba por los senderos, por las cuestas de montaña y por los prados de Galilea, el maestro de la razón enseñaba a sus discípulos a contemplar la magia de la naturaleza y a disfrutar cada momento como si fuera uno.

Su visión se deleitaba con cada nuevo descubrimiento de toda aquella creación que le rodeaba y se sentía alegre por compartir un momento con sus seguidores y por poder meditar en silencio y soledad en el desierto.

Se alegra con la luz del sol y con el brillo de la luna. Su mente jovial resplandecía cada vez que contemplaba volar una paloma por los cielos y cuando jugaba con los niños. Su emoción crecía y su gozo era único cuando compartía una parábola con aquellos que lo seguían de pueblo en pueblo y su desarrollo emocional alcanzaba límites insuperables cuando analizaba con sus discípulos sus errores y los llevaba a que despierten su conciencia crítica.

Desde su punto de vista, el mundo seguía siendo aquel paraíso donde se inició la vida y cada ser humano pasaba a ser un constructor diario de aquella creación.

En su rostro las expresiones de disgusto se hallaron casi ausentes. Solo había que disgustarse por situaciones claras y concretas. La comercialización de la fe y la canalización de la espiritualidad generó aquella reacción emocional descrita por sus biógrafos en el templo, aquel día después de su llegada a la Ciudad Santa.

Solo una situación de tal característica pudo despertar en su interior aquella molestia que por demás es natural al ser humano. Podemos disgustarnos, pero debiéramos de hacerlo solo bajo aquellas circunstancias que merezcan dicha reacción. Solo bajo situaciones límites en donde un fuerte llamado de atención pueda generar aquel cambio necesario para construir una nueva vida.

La paz y la tranquilidad fueron su signo y nunca la violencia marco sus pasos ni sus consignas. Si había planificado salir a caminar con sus discípulos por el campo y de pronto llovía, estos se molestaban con el clima más él disfrutaba y jugaba con las gotas de lluvia. Se alegraba con la presencia de aquel aliento de vida que regaba la tierra y les enseña a aquellos que le seguían que debían de aceptar todo aquello que la naturaleza les brindaba, aun si esos regalos cambiaban los planes que tenía.

Todos podemos cambiar si así lo deseamos. Todos podemos vivir una vida llena de plenitud, pero para ello debemos asumir un gran compromiso… un compromiso con nuestra vida, con nuestros sueños y con aquellas capacidades que habitan eternamente en nuestro ser.

Hoy es el día más importante de nuestra vida, hoy es aquel día que tanto hemos estado esperando para hacer realidad aquello que tanto hemos esperado: ese reencuentro eterno con nuestra existencia.

Todos podemos hacer nuestros los actos y epopeyas del maestro de la vida. Todos podemos disfrutar cada pequeño segundo de la existencia si lo abrazamos tiernamente y lo valoramos como si fuera el único segundo que tenemos en nuestro eterno vivir.

Valoremos por igual los días de lluvia y de sol, valoremos por igual las experiencias de alegrías y de aprendizaje (antes llamadas de dolor). Valoremos a todas aquellas personas que nos rodean y valorémonos.

En cada uno de nosotros vive el milagro del amor.

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