¿Cómo vender el “trago amargo” de la bicameralidad?
Por: Franco Germaná Inga – El Montonero
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Imagínese que va a un restaurante y que le sirvan un plato de comida podrida. Usted se indignaría, se quejaría y muy probablemente no solo rechazaría que le traigan otro plato, sino que hablaría mal de dicho restaurante con su familia y amigos. Su reacción sería natural, después de todo, nadie quiere que le den doble de lo que de por sí ya es desagradable.
El Congreso de la República es como ese plato de comida podrido. Me explico. No me refiero a que sus funciones –legislar, representar, hacer control político y nombrar a algunos altos funcionarios– no sean importantes; por supuesto que lo son, el Poder Legislativo es el baluarte de la democracia representativa. Tampoco me refiero a que todos sean malos congresistas, las generalizaciones podrán ser populares con la tribuna, pero son injustas con aquellos que verdaderamente sí tienen vocación de servicio. A lo que aquí me refiero es que, a ojos de la población, el Congreso es ese plato desagradable, ese trago amargo que se ingiere más por obligación que por deseo sincero y del que obviamente nadie quiere doble ración. El dato mata al relato, basta con revisar las encuestas que sistemáticamente reflejan la baja aprobación de este poder del Estado. Incluso no nos olvidemos que cuando Vizcarra disolvió el Congreso en 2019 su popularidad ascendió a niveles estratosféricos, bordeando el 90%. ¡Tremenda legitimidad para una medida tan drástica y de dudosa constitucionalidad!
De hecho, somos uno de los pocos países en Sudamérica, ya ni nos comparemos con las democracias europeas, con un Congreso unicameral. Compartimos ese club junto a Ecuador, Guyana, Surinam y Venezuela. No obstante, estos no son ejemplos comparables. El primero tiene poco más de la mitad de habitantes que el Perú, el segundo y tercero no llegan ni al millón y Venezuela es una dictadura. Es más, la unicameralidad peruana fue producto del proceso constituyente posterior al autogolpe de 1992. Una revisión del pasado nos revela que esta es solo una nota a pie de página en nuestra historia política, de las 12 constituciones que hemos tenido ocho han contemplado la bicameralidad.
Lo anterior plantea un interesante dilema para el Perú: la bicameralidad es necesaria, pero tremendamente impopular. ¿Cómo la población va a aceptar dos cámaras cuando ni siquiera le gusta la única que tiene? La clase política ha tratado de reinstaurarla basándose en argumentos racionales, jurídicos, correctos en la teoría, pero francamente muy ingenuos. Por ejemplo, que si se eligiera a los diputados a través de distritos electorales uninominales pequeños se mejoraría el nexo entre el ciudadano y su representante, por fin sabríamos ante quien dirigir el dedo acusador si lo hace mal o las palmas si lo hace bien. Sistema mucho mejor que el actual con Lima como caso paradigmático que tiene 10 millones de habitantes y 34 congresistas que en teoría representan a todos por lo que, en consecuencia, no representan a nadie. Por otro lado, que, si se eligiera a los senadores por distritos electorales más grandes, se dotaría de mayor sensibilidad territorial a nuestra República unitaria descentralizada. Además, que si los requisitos para ser senador fueran más altos que para ser diputado se incentivaría que los mejores cuadros partidarios y sociales den un paso al frente.
Todos estos argumentos son correctos, pero todos han fracasado en convencer a la población porque no logran vencer la impresión de que se generaría más gasto y encima se empoderaría a una institución que de por sí es muy impopular. Por ende, la pregunta del millón de soles es: ¿cómo convencerlos para que voten a favor una reforma constitucional que restablezca la bicameralidad?, dicho de otro modo ¿cómo vender ese trago amargo?
No hay nada nuevo bajo el sol, la respuesta yace en los textos clásicos. El argumento que considero sería mucho más efectivo consiste en utilizar la razón fundamental por la cual se justificó la bicameralidad en primer lugar. James Madison, en El Federalista N° 51, defendió en 1788 la bicameralidad estadounidense argumentando que esta serviría básicamente para limitar al propio Congreso y proteger al presidente de los ataques de este. La lógica es simple, un Congreso unicameral es impulsivo, actúa en caliente. En cambio, si hubiera dos cámaras con diferentes modos de elección y funciones y que probablemente estarán en control de mayorías diferentes, el Congreso se limitaría a sí mismo. La bicameralidad es lo que Loewenstein denominaba control intra órgano del poder. Así que desde acá humildemente le recomiendo a los reformistas que la próxima vez que traten de vender la bicameralidad piensen como políticos, que usen argumentos jurídicos, pero que al menos estos sean atractivos. ¡Si la población cree que el Congreso es obstruccionista, con mayor razón que apruebe la bicameralidad para que el Congreso se “obstruya” a sí mismo!