Hogar San José Benito Cottolengo: Una familia para los niños que no la tienen

Por: Germán Yuca Ch. Fotos: Jorge Esquivel G.
El amor maternal nace del corazón de una comunidad religiosa
HOGAR SAN JOSÉ BENITO DE COTTOLENGO
En una tranquila y apacible zona de Tiabaya, hay un lugar donde el amor se manifiesta en cada gesto, caricia y cuidado: el Hogar de Niños Especiales San José Benito Cottolengo. Gestionado por las hermanas del Instituto Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará, este espacio acoge a 38 niños, niñas y jóvenes en situación de abandono, la mayoría con discapacidades severas o enfermedades físicas y mentales. Aquí, la maternidad adquiere una dimensión espiritual, activa y constante, especialmente en fechas como el Día de la Madre.
El hogar es dirigido por las hermanas del Instituto Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará, una congregación religiosa dedicada al cuidado de los más vulnerables. Las 12 religiosas que viven y sirven en esta casa han entregado su vida al servicio, sin pedir nada a cambio. “Nuestra vocación es acompañar, acoger y cuidar, con la ternura con que lo haría una madre”, explica la hermana María de la Paz, quien lleva más de 15 años viviendo allí.
HIJOS DEL CORAZÓN
Muchos de los niños que llegan al hogar fueron abandonados al nacer o retirados de hogares donde sufrían maltrato, negligencia o una imposibilidad absoluta de cuidado. Algunos nacieron con parálisis cerebral, otros con síndromes genéticos que afectan su desarrollo cognitivo y físico. Varios no hablan, no caminan, y algunos ni siquiera pueden alimentarse por sí solos. Sin embargo, todos ellos tienen algo en común: una historia marcada por la fragilidad, y un corazón que necesita ser amado.

“Algunos niños llegaron con meses de vida, otros ya mayores. Pero todos nos han enseñado algo. El sufrimiento no ha apagado su capacidad de sonreír. A veces uno piensa que no entienden, pero sienten todo. El afecto les devuelve la luz”, cuenta la hermana María de la Paz, mientras acomoda las mantas sobre uno de los pequeños.
El hogar se convierte en el único mundo que muchos de estos niños conocen. Algunos vivirán toda su vida allí. Otros, lamentablemente, fallecen debido a sus condiciones médicas complejas. Las hermanas los acompañan en todo momento, incluso hasta el último suspiro. “Aquí los niños viven y mueren con nosotras. No hay abandonos. No hay despedidas. Solo presencia. Somos su familia. Somos mamá y papá”, afirma la religiosa con una serena convicción.
UNA MATERNIDAD ESPIRITUAL
Aunque no han dado a luz, las religiosas viven una maternidad real, tangible y sacrificada. A diferencia de lo que se suele pensar, la maternidad no se reduce al lazo biológico. En el hogar, se manifiesta como servicio, entrega y oración. “Aunque no son hijos biológicos, son nuestros hijos espirituales. Damos lo que sus madres no pudieron darles: amor, pero no solo nuestro, sino el amor de Dios. Somos sus manos visibles”, dice la hermana.
Cada día comienza a las cinco de la mañana, con una oración comunitaria. Luego, se distribuyen las tareas: unas preparan alimentos, otras cambian pañales, administran medicamentos, asisten terapias o simplemente cargan en brazos a quienes necesitan contacto humano constante. Entre turnos, hay momentos de canto, catequesis, y hasta celebraciones especiales cuando algún niño cumple años.
La rutina está marcada por el ritmo de la necesidad, no del reloj. No hay días libres. No hay vacaciones. Pero sí hay satisfacción. “Uno no se cansa cuando ama. Cansa más la indiferencia”, resume otra hermana, mientras acomoda a un adolescente en silla de ruedas para recibir terapia de estimulación.
CUIDADOS
El hogar no solo brinda afecto: también garantiza una atención especializada. Dispone de un centro educativo básico especial (CEBE), un centro de rehabilitación física con hidroterapia, fisioterapia y atención médica permanente. Las hermanas trabajan junto a un equipo multidisciplinario de 24 personas entre médicos, enfermeras, terapeutas, docentes y personal auxiliar.
Los costos para mantener este nivel de atención son altos. Sin embargo, el hogar no recibe financiamiento estatal. Su funcionamiento depende exclusivamente de donaciones, rifas solidarias, ferias y de la generosidad de personas anónimas que entienden que una vida vale más que cualquier cifra.
Desde su fundación en 2002 y con sede propia desde 2007, el Hogar San José Benito Cottolengo ha crecido paso a paso. Lo que empezó como un terreno vacío, hoy es un recinto con dormitorios amplios, salones para juegos, comedor, capilla y espacios de recreación. Cada pared, cada mueble, cada rincón es fruto de una cadena de solidaridad que no se rompe.

“Todo ha sido donado. Nada se ha comprado con lujos, pero todo tiene valor porque fue dado con amor. Dios siempre toca los corazones adecuados”, comenta la hermana, señalando un mural hecho por voluntarios.
HISTORIAS QUE MARCAN
Hay niños que han vivido más tiempo en el hogar que en el vientre materno. Uno de ellos llegó con dos años, diagnosticado con microcefalia y sin movilidad. No respondía a estímulos ni podía sostener su cabeza. Hoy, con 10 años, sonríe, reacciona a la música y se emociona cuando la hermana que lo cuida se acerca a cantarle.
Otro caso es una dulce adolescente con autismo severo, que se comunica con gestos y cuyo lenguaje corporal ha sido aprendido pacientemente por las hermanas.
Cada historia es un testimonio de resiliencia. “No se trata solo de caridad. Es justicia. Ellos tienen derecho a ser amados, a vivir con dignidad. Nosotros solo somos los instrumentos”, afirma la hermana María de la Paz.

LLAMADO A LA COMUNIDAD
En este Día de la Madre, el Hogar San José Benito Cottolengo recuerda que maternar no siempre implica dar a luz. A veces, significa velar toda la noche por una fiebre que no baja. Significa aprender el lenguaje de un niño que no habla. Significa abrazar a quien nunca recibió un abrazo.
El hogar está abierto a quienes deseen colaborar. No solo con donativos económicos, sino también con tiempo, conocimientos o cariño. Cada voluntario, cada benefactor, cada oración cuenta. El amor, cuando se comparte, se multiplica.
El Hogar San José Benito Cottolengo no es solo un refugio para niños en abandono. Es una familia espiritual que transforma vidas con gestos pequeños y silenciosos. Es una obra viva de fe, donde el amor maternal se convierte en redención. Y, sobre todo, es una certeza: el amor, incluso en los márgenes, puede reconstruir lo que parecía perdido.